Nunca he estado en una quinta porteña leyendo los poemas vanguardistas del primer Borges, ni en la cubierta de un barco que atraviese el Bósforo en las postrimerías de la primera gran guerra, ni escuchado a Horowitz ejecutar una mazurca de Chopin en el Carnegie Hall. Tampoco me agasajó la vida con ver la luna sobre la calle Bourbon, pero he visto al ángel de la dicha al acomodar mi cuerpo al sofá y entender la absoluta bondad del descanso. Tengo toda mi esperanza en su plenitud. Una vida lenta es lo que uno quiere. A veces cuenta la lentitud, ese dejarse llevar, ese no estar, ni siquiera parecer que se está. La posibilidad de que pueda uno detenerse, pensar sin tener que nada de lo pensado exija revisarse o convenirlo una corrección o un añadido. Solo obedecer al cuerpo, que a veces pide un receso, una especie de intimidad que no le concedemos casi nunca. Después volver, acudir a donde se solía, saludar como entonces, beber en la barra del bar, mientras los cercanos despachan las razones de sus cosas. Se tira uno la vida entera, la vida lenta y la acelerada, buscando razones a las cosas. La velocidad es el ánimo envenenado, la condonación de lo adeudado a uno mismo, la revelación de un deseo ajeno, la imposibilidad de ser hospitalario con el tiempo y tomar de él su sustancia más dulce.
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