23.7.24

Para la paz en el mundo

 



A Miguel Cobo, porque también Gershwin pensó en él

Hay palabras contra las que se precave uno: las mira con solemnidad o con temor o no acaba de saber cómo mirarlas, no les asigna una rutina o un uso, y sencillamente las elude, no se da por enterado de que se han dicho o de que se nos ha impelido a que las entendamos y consideremos. Son huecos que no se rellenan, partes de la conversación que hacen enfermar la conversación entera. Siendo tan cruel, a pandemia le dimos carta de normalidad. Se incorporó con pasmosa naturalidad al acervo léxico de cada uno y la manejamos sin el pudor que su daño exigiría: es nuestra, no será fácil apartarla, reintegrarla al lugar lejano en el que estaba antes de que las circunstancias la impusieran a la realidad. Nos atiborran de escrutinios, algoritmos, curvas, estadísticas, ecuaciones y a esos conceptos brumosos fiamos la transcripción fiable del texto: cuando quizá deberíamos haber sido convenientemente ilustrados sobre la locuacidad o la intendencia de las matemáticas. Probablemente ellas solas logren lo que la literatura a veces no alcanza: dar un sentido, invocar un resultado. Hay palabras que se adhieren sin que se aprecie esa sutura. Ahí perduran. Avanzan con nosotros, las creemos familiares, pero no son en verdad propiedad nuestra: son de otros y el azar nos las calzó. Al final somos lo que decimos, lo que escuchamos sin que se nos encoja el alma. Hay palabras con su negro cáncer dentro. Maniobran con artero oficio, prosperan con pasmosa naturalidad. 

Hay hechos admirables que pasan desconcertantemente desapercibidos en el momento en que suceden y que concitan más tarde la unánime atención de los que lo desatendieron. Ganan en trascendencia, en peso en la conciencia, cuando el tiempo los ha hecho permanecer y no ha procedido como suele con las cosas inanes, con las que no tienen autoridad en la memoria. Habrá ocasión en el futuro para pensar en lo que está ocurriendo en estos momentos, sino a un cierto sentido de la autoridad y del equilibrio y de la mesura que se está perdiendo con celeridad y que no está convenientemente alertada por ningún observatorio social (aunque haya muchos que la aireen y den inequívocas señales de alarma) ni por el privado tamiz de cada uno (aunque haya quien razone el desquicio y se lamente por su causa). Me refiero al negacionismo, que viene a ser el constructo ideológico de cuantos sienten que hay maquinaciones por doquier, conspiraciones en cada departamento de cada ministerio y falsedades en las resoluciones que la ciencia o la historia aportan al acervo del progreso. Eligen la mentira, en lugar de confiar en que la verdad pueda ser confiable y responda a las grandes y a las pequeñas preguntas que se nos van ocurriendo conforme vivimos en sociedad y convivimos con nuestros congéneres. Eligen la hipótesis de que estamos siendo manejados, lo cual da a todo una pátina de incómoda inverosimilitud. Prefieren la controversia, abrazan (con fiereza muchas veces) un escepticismo que descree por norma, sin hacer intervenir ninguna operación empírica, tergiversando y manipulando, falsificando y deslegitimando. Desestiman la realidad porque no encuentran acomodo en ella, las más de las veces. Niegan lo evidente por pura falta de información o por escaso interés en dejarse convencer por la elocuencia de esa información. Negar es en determinados casos presumir de que la inteligencia ha fracasado. 

Prevalece la intolerancia, no la concordia. Impera la objeción hueca, no la sensata, que debe existir y hacer que la verdad prospere. A este delirio contribuyen los mismos instrumentos que tratan de desmontarlo: las redes sociales facilitan enormemente la desidia intelectual. Oigo lo que quiero escuchar, me adhiero a una teoría sin demostrar conocimiento alguno sobre la materia sobre la que versa, soy lo que más me conviene ser, lo que se me diga que pueda ser, cuanto no me lastime más de la cuenta ni me haga pensar en demasía, eso se podrá escuchar. Tal vez lo que se colige de todo este pandemónium es la pereza a la que peligrosamente nos estamos inclinando: no es que no haya cultura, es que no hay deseo de ella, ni agradecimiento hacia quienes la poseen y hacen que todo sea más placentero y vivir sea un festejo. Se niega el holocausto, la pandemia, la esfericidad de la Tierra, la locura de las guerras, la pujanza de algunos líderes infames de un mundo infame. Ayer de pronto me sentí esperanzado, no sé si duró mucho ese súbito destello de algo feliz. Vi a la sucesora del apartado Biden, su vicepresidenta, Kamala Harris, saliendo de lo que parecía una tienda de discos. El video no debe ser actual, pero convino que se rescatara tal vez. Enseñaba a la prensa apostada en la puerta sus adquisiciones: tenía unos vinilos (grandes y hermosos) de Charles Mingus, de Ella Fitzgerald y Louis Armstrong... Estará todo perdido, pero alguien que podría gobernar el mundo escucha la misma música que yo, manejamos el mismo léxico, entendemos las mismas palabras. En ese disco está una de las canciones más hermosas que se han escrito. Lo hizo George Gershwin y yo la he escuchado las veces suficientes como para pensar que la escribió para mí y que todavía no he podido expresarle la gratitud por ese regalo. Tal vez Kalama piense lo mismo. Ojalá. Del otro ni me pringo a escribir. Hay nombres contra los que se precave uno. 

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