Al arbitrio de otros, apremiados por la ocurrencia ajena, se hacen cosas que luego uno cree voluntad propia. Se eligen azuzado por motivos extraños que, con más o menos afán, con reticencia unos, urgentes otros, van acomodándose a las propias y hasta se confunde su raíz y su causa y de ninguna hay propiedad legítima. La apropiación no es tal, no se discute un plagio. Hay hasta quien las sostiene y defiende con el arrojo y la pericia de la que carece el que genuinamente obró su factura. Quizá no debamos pensar tanto en la autoría y confiar en la bondad de la idea para que ella urda sus alcances. Esto mismo que ahora escribo no será mío enteramente, alguien se habrá ocupado en rendirlo, algún lector estará al cabo de lo leído y lo creerá también suyo. Decimos las palabras de otros, argumentamos con las ideas de otros. A veces, movidos por algo parecido a la inteligencia o a la sensibilidad, discurrimos con autonomía, pensamos con la soberana majestad de nuestra voluntad, pero cualquiera podría sancionar esa aseveración generosa que necesito para no sentirme eco de una voz que no he pronunciado. Copiamos y pegamos. Y, sin embargo, no todo ha sido dicho, estamos empezando a manejarnos con las palabras.
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