Tenía un cuadernito rojo de anillas en pasta dura con el que salía a diario. Lo compré con el propósito de escribir en los bares, que eran en esa época una residencia habitual y un rico escenario de ideas. Al rojo, que perdí, le siguieron algunos más. Ese transporte íntimo duró años. Más tarde, tal vez equivocadamente, fue reemplazado por una aplicación del móvil. Había días en que escribía frases sueltas, ocurrencias sobrevenidas sin que supiera qué hacer con ellas o dónde ubicarlas. Anotaba versos que darían poemas. A veces, las menos, poemas enteros. Hubo días febriles y también estériles. Los febriles ocupaban una parte del tiempo en el que paseaba (los filósofos peripatéticos se inspiraban al andar) o hacía cola en la charcutería o escuchaba la radio o tomaba café en una terraza. Al principio me cohibía sacar el cuadernito, delatar su presencia, hacer ver a los demás que una parte mía no estaba con ellos, lo cual no siempre era justificable pero tampoco algo que yo pudiera evitar, aunque aprendí a comedirme y a guardar memoria de esas pequeñas injerencias narrativas, que a veces solo eran ramalazos, notas sin cuerpo, destellos de una luz a la que todavía no había adjudicado un motivo o un cuerpo al que iluminar. El comedimiento devino orgullo. Aquí estoy, voy a escribir, este es mi cuadernito. Lo llamaba así. Los niños en la escuela nombran así a sus cuadernos de trabajo. No es nunca un cometido elevado, no tiene más utilidad que la de registrar la realidad, más valdría a veces no hacer caso, ni oír el rumor que prorrumpe a su antojadizo capricho, apartando otros rumores, pesando en una balanza secreta el invisible valor de unos y otros. No siempre se atienden los que de verdad importan, no existe una brújula, no se tiene propiedad del mapa ni instrucciones para entender sus marcas. Luego no todos los apuntes prosperan. Algunos son cancelados. Son brochazos (rudos en ocasiones) que no tienen después continuidad, pero hay otros de los que uno se siente dueño, salen sin que haya corrección, no se les asigna un cuidado mayor, aparecen con esa voluntad torrencial de quien, en parte, es mero instrumento de una fuerza interior que no gobierna o que no tiene interés alguno en gobernar y que le empuja a escribir. Se escribe por muchas razones y una es la que proviene de lo que no existe y se revela darle las palabras que lo crean o de cuanto ocurrió y se desea tener a recaudo, mimado en esa oscuridad luminosa de los recuerdos. Escribir es un acto divino. Hoy di con uno de ellos. Está sin acabar. Tiene una fecha al inicio: enero de 1996. Ayer nomás.
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