12.3.24

Elogio del ojo (y no sólo)

 










El ojo va a lo suyo, no se permite la renuncia a recrearse. Si se le hiere, se retrae, se comide. Hay cosas de las que prefiere apartarse, no darse por aludido. En otras, sin embargo, carece de pudor, se pavonea en el acto de mirar. No tiene otro cometido su concurso en el mundo. Tiene vida propia el ojo. Sabe bien su oficio. Invariablemente es cómplice de lo que no se ajusta al canon. Todo exceso apareja un desquicio sensible. A veces repara en lo minucioso y lo escudriña con vocación quirúrgica. También en lo que apabulla, en lo catedralicio. Su táctica no existe, carece de una normativa óptica. A todo le hace aprecio, aunque luego pueda rehusar la visión o regocijarse en ella. Las dos opciones son válidas. El hecho fundamental es procurarse distracciones. El sueño es una clausura. Él es de vigilia jubilosa. Puede contrariarse o sublimarse. Puede dar a un objeto en apariencia intrascendente la más digna de las atenciones. Puede eternizarse en una puesta de sol o en un escote de mujer en una fiesta. El resto del mundo (incluyendo copas de martini, canapés de caviar y tal vez el secreto de la eterna juventud) desaparece. Qué pensará la cabeza, tan dedicada a traducir el idioma de la luz. La de Sofía Loren está aturdida. Ella mira la rotunda verdad de la carne ajena. Y no sabremos nunca qué conclusiones sacó de la experiencia visual. De Jayne Mansfield, corta en dramaturgias, podremos asegurar sin margen de error que fue espléndida en orondeces. 



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