7.3.24

Variaciones sobre unas piezas poéticas

 Motivaron estos textos que escribí los poemas que los titulan. Esas cosas se hacen con infinito pudor, con gratitud también. Se tiene la idea de que el poema no acaba ni siquiera en la memoria, sino que se desplaza solo, a voluntad, antojadiza y libremente. De ahí que me envalentonara. No sé si ese atrevimiento dice algo más que lo dicho en la maravillosa poesía que los alientan. Leer es también avanzar en la escritura ajena. Al pensar en ella, sin que urja a veces ese deseo de manera inmediata, el lector muta en escritor. También escribir es un acto de pura lectura. Uno es su catón primero, el que sanciona o el que se entusiasma. Estos textos provienen de toda esa maquinación de las palabras. Queda a capricho de quien lea ir o volver a los originales. 


Algo sucede, José Agustín Goytisolo, 1966

No llevamos redactando pasquines hasta el alba. Tampoco nos reunimos en extraños cafés, en sótanos, en mi casa. Sepa que dormimos mal y nos solivianta el miedo. Hace muchos años que abandonamos la lucha, pero dentro, en lo oscuro, debe andar todavía el que espera la oportunidad y mide con afecto y con devoción sus armas, las que luego terminan en palabras, en papeles confiados al amigo, a la espera de que algún día cuajen y la vida se abra paso y hayamos hecho que el mundo gire sin pegar un tiro.

Apología y petición, Jaime Gil de Biedma, 1961

De España queda el nombre. No la llamen madre. Los malos gobiernos y el pueblo mal gobernado han borrado toda posibilidad de patria. De todas las patrias, la nuestra es la más triste. Quiero creer que los que nos administran no son únicamente comerciantes. Me aflige pensar que sólo miren la soldada, el negocio redondo, el medro gris y la mesa puesta. Para que este país de todos los demonios levante vuelo hace falta que los pobres la gobiernen. Pido el sencillo escaño del descarriado. Me basta (hoy que me duele España como si alguna vez de verdad la hubiese amado) el sereno grano que germine en la boca del pobre y estalle en el aire y lo preñe de ilusión. Son los pobres los que salvarán al mundo, pero uno mira lo que tiene a mano, lee la prensa en el bar, apurando el café de la tristeza, y solo se ocurren ideas. Como si las ideas pudieran echar a los desalmados de sus grandes sillas, de su campo arado y de su sueño sucio. 

Agua subterránea, Carlos Sahagún, 1958

Yo sé lo que hay debajo de la tierra, lo confinado en lo profundo, lo reservado del aire. Para que brindemos todos juntos y el agua brinque libre por las peñas y el sol fornique con las sombras en los árboles, hay que abrir el suelo, hay que desenterrar la esperanza. Ahí andaba, a cubierto. La custodiaban fieramente. A salvo del mal. Sin que la arrumbara más adentro el olvido o la desgana. Qué mala es la desgana. Va cubriendo de gris las almas y va cerrando con tablones las palabras, pero llegará el día en que brindaremos todos juntos y el agua festejará el paisaje y el sol acuchillará la niebla y saldrá a la calle la esperanza, la enterrada, como una novia a la que de pronto le hubiesen estallado de pura alegría cien hijos en el vientre. 

Cadáver ínfimo, Ángel González, 1967

El mal va pudriendo el cuerpo, lo va demoliendo, dejándolo en una evidencia inservible para el cántico o para la lucha grecorromana. Uno se va muriendo desde que pone el pie en el infierno. Se muere a cachos, se muere sin percatarse de que uno se está yendo. Es la historia de siempre. La alegría iza su bandera en un costado y la tristeza planta un agujero en el otro para levantar la suya. Da miedo toda esta sórdida maquinación de las sombras. Porque tienen que ser las sombras las que nos acechan tanto. Vosotros, mis amigos, deberíais saber que, aunque estornude, soy un cadáver. Se me nota en el ancho inédito de un ojo. Lo tengo más abierto que de costumbre. Como si hurgara la luz y buscase un argumento con el que rebatirla. Me muero porque el mal me va ganando. Es el mal, oh amigos, el que nos derrota fatalmente. Si la bondad existiera en el mundo, si no hubiese tiranos, ni ganasen las batallas los de siempre, si los tahúres vieran cómo se pudren todos los ases que esconden en la manga, si Dios estuviese más al quite y nos librase de algún quebranto, no moriríamos nunca. Lo he dicho bien claro: no moriríamos nunca. 

Permanencia, Joaquín Marco, 1965

Menos mal que existen los parques. Que Verlaine y Machado amarillean en una foto que guardé en una caja de zapatos. Que el amor es más grande que la vida. Que la poesía irrita a los moralistas. Que la bondad del hombre pasea viejas avenidas y se para aquí y allá y aprecia la fronda de los árboles y la blonda sutilísima del viento. Que hay camino todavía y hay una caja de zapatos en la que caben más fotografías. 

El hijo pródigo, José Agustin Goytisolo, 1958

El pueblo es malo y a veces se ensaña con quien no debe. Lo cerca en un plaza y le cantan las cuarenta. Le nombra los pecados de la familia y le recita las bondades de la suya. Luego le perdona la vida y lo deja volver a casa. Allí, en lo puro, en la mesa camilla en la que se reza el único credo posible, él relata el asedio en las calles. La familia lo mima, le instruye en lo básico: en que debe alejarse de las manifestaciones, en que la formación docta y moral rehúye de las reuniones en los sótanos. Lo que están construyendo es un hombre de provecho. Tienen en un papel, custodiado en una caja, cerrada con cien llaves, los ingredientes inefables. Fervor a Dios primero. Modales después. Se le informa de que afuera reina el caos. En casa, a resguardo, se toma aire, se gana temple, se curte uno de moral y de casta. Lo que nunca saben es que después el hijo pródigo, pertrechado de ideales, cubierto con toda la gloria del apellido paterno, sale al mundo y visita los tugurios y frecuenta el cabaret, hace amigos en las timbas y folla con las putas contra la pared. Se le olvida toda la formación cristiana, intima con el enemigo, los alienta para que prosigan la lucha, les jalea en la cruzada contra los suyos, los que ganaron la guerra y la ofrecieron al cristo de su barrio, los que conducen el país y lo entierran en el barro. 

Noche triste de Octubre, 1959, Jaime Gil de Biedma, 1961

Uno se pregunta por el hombre y no encuentra una respuesta. Lo imagina en sus refugios, cubriéndose el cuerpo con las ropas del frío, tapándose el alma con las del amor. Piensa en los consejos de ministros, dirimiendo la altura verdadera del hombre, tomando las medidas para que no sea ni demasiado alto ni bajo en exceso, registrando en leyes todo el tamaño formidable de su dignidad, estudiando cómo conseguir que no se muera de miedo cada vez que abre la prensa y lee los avances del mal por el campo de batalla, toda la miseria sin significado ocupando las aceras. Y puede ser que ese dolor profundísimo con el que principia a veces el día vaya cediendo a poco que no pensamos en él y nos vamos entregando a nuestras labores, pero cuando llega la noche y el hombre se concentra en sus pesares y mira el techo de la cama en donde duerme el mal regresa como un cáncer rencoroso, ennegrece los muros, se filtra en los talleres mal iluminados (lo dice el poeta y lo dice muy claro) y no hay consejo de ministros que pueda zafarse del mal y de toda la desgracia que deja a su paso. De su cochambre, de su negro futuro. Ni el hombre reunido consigo mismo, hablándose en privado, en total confianza de sus posibilidades, puede evitar que el frío le devaste un costado y el hambre de justicia le socave el alma. 

Nota necrológica, Ángel González, 1962

Fueron diciendo lo que se les fue ocurriendo cuando le dieron la cristiana sepultura. Cristiana debía ser porque jamás se separó del catecismo de sus próceres y en ninguna ocasión se desvió más de lo consentido del camino que alientan sus páginas. Fue, en la medida de lo posible, un hombre bueno. No sé quién podría confesar alguna inconveniencia, pero si alguna hubo, a pie de nicho, se calla. Se le suelen dispensar a los muertos biografías formidables, pero la de nuestro finado no se engalanó más de lo necesario. Dijeron que fue honesto y que sirvió al Estado. El párroco comentó la impecable manera en que llevó su viudedad, las obras piadosas con las que cinceló su camino hacia Dios, las monedas que dejaba en el platillo. Los que le conocíamos más a fondo sabíamos de su amor por el orden, de su trabajo como contable, en un despacho municipal, registrando las cosas importantes, las que verdaderamente cuentan. Pulcro en caligrafía, esmerado en los números, no hubo funcionario más respetado. Al modo en que lo hacen los serviles, inclinó su torso más veces de las que su cargo exigía, pero le educaron en esas maneras y no se arredraba cuando un mando se excedía en las órdenes. De su bronquitis y de su miopía, mañanas frías, documentos largos, preferible es no hablar. Esa eminencia gris, cumplidora y recta, volvía a casa cada noche. Se desprendía de la rutina de las hojas con membrete y de los estadillos apilados en una bandeja. Era entonces el hombre al que enterramos. De su vida en la soledad de su casa no consta ningún registro fiable. Tampoco un frío comentario de los vecinos. Los elogios de los amigos a los que ya apenas trataba. Siempre su honradez. Siempre su formalidad. De los hombres formales se pueden esperar grandes cosas. Las causas nobles necesitan de ellos. La vida, en todo caso, no. Vivir es siempre otra cosa. Los muertos presentables aburren más que otra cosa. El bien absoluto, la bondad fecunda y libre no escribe grandes biografías. Las evita. El mal, el cabrón, es el que atrae y escribe las páginas más fascinantes.

Orden de registro, José Agustín Goytisolo, 1963

Todo son libros. En los libros, todo son palabras. En las palabras, letras, ya ven. Unas se juntan con otras y dicen cosas, pero no encontrarán ninguna malsonante, ninguna que les incomode. Registren como deseen. Están en su casa. No tengo nada que ocultar. Lo que pueda esconder no está en los libros. A ver qué de malo van a tener unos poemas. Serán de amor, la mayoría. Alguno será bueno y se leerá en la calle, pero se olvidará pronto y no sabrán después dónde encontrarlo. A los poetas se nos olvida con facilidad. Están perdiendo el tiempo, de verdad. Es muy tarde y hay que trabajar mañana. El abrigo, esperen. Que me lo pongo. Se equivocan, en serio. Adiós, mujer, no pongas esa cara. Ya sé lo que me dijiste. Que esto acabaría pasando. No te hice caso, pero quién te hubiera hecho. Todo son libros. Los míos y los de los otros. Estos señores son amantes de la poesía. Se les ve de momento ese aire de sensibles. Cómo si no sabrían qué buscar. Deben haber leído mucha poesía para sacar de la mala la peligrosa. Porque toda la poesía es mala. No sirve para nada. Si han venido a buscarla es porque no sirve para nada, por supuesto. No me dejes cena. Mira el buzón por las mañanas. Te dejaré unas letras. 

La vida no vale nada, Pablo Milanes, 1976

Mientras que nos vamos matando unos a otros, la vida no vale nada. En el momento en que un muerto ilustra el paisaje, vivir es un acto inútil. No sabemos si hay algo de sagrado en este oficio que nos encomendaron, pero lo hacemos turbio cuando caen cuatro por minuto y solo lo registran los periódicos y lo cuentan como chisme en las calles. Es el mal, quemando la superficie de las cosas, indagando en lo que no está a la vista, haciendo cuartel en la palabra.

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