Pasamos la noche abrazados a la muerte,
la pequeña muerte, la dulce, sin bajas visibles.
Yo he visto la oscuridad en un racimo de luz,
el centro exacto del cosmos,
la razón de que tengamos alma,
pero después se me han perdido
esas revelaciones, las he dejado en la noche,
en el libro de lo ajeno, y allí están,
anudadas, bosquejo de una idea,
las palabras de los hombres,
para quien las reclame y sea digno.
Ahí volcamos la enfermedad y la alegría,
el cuerpo al que prevenimos
del pánico de que se nos muera
y del alma que tutelamos
hasta que antojadizamente nos deja.
Qué páramos atravesará en su lejanía,
a quién confiará el milagro de la sangre,
el tumulto puro de todo lo que respira y vuela.
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