9.10.23

Vituperio del bocachancla

 Hablar de más es obligar a escuchar sin criba, impidiendo el tamiz de lo pertinente y de lo inoportuno. También hace que no se preste atención. La verborrea no es un trastorno mental, sino una incontinencia del ánimo, un acto de pura violencia léxica. El lenguaraz, urgido por el imperativo inaplazable de contar, es especie farfullera, indiscreta, irreflexiva y, en circunstancias favorables, dañina. Por el hábito sonoro, abundan los sordos. No oír es un mecanismo de defensa. No hieren por lo que expresan: su parlamento tiende a ser hueco o disperso o irrelevante. Ejercen con apabullante apremio esa costumbre de algunos escritores de alargar imprudentemente las frases y exigir del lector una paciencia de la que no siempre se dispone y que, por agilidad narrativa, ni conviene. La palabra que más les cuadra es "bocachancla", que tiene una gracia apreciable y, cosa no siempre factible, hace coincidir significado y significante. No hay premeditación en su intemperancia, ni ese aparente desenfreno indica una intención alevosa. Proceden con desparpajo natural, hilan una frase con otra, consiguen que el aliento primero de su discurso se desvanezca en el aire, se vicie o enferme y, por la velocidad de las palabras, mude en otra cosa, pero no la original, la materna, la que abrió ese cáncer lingüístico. El bocachancla no desfallece casi nunca, se envalentona conforme perora, se le ve recrearse en la oratoria. Contrariamente a lo que la lógica dicta, este tipo de hablador convulso no repara en que se le atienda o no: actúa como un caballo loco, sin que en ningún momento se vea que el trotar flaquea, ni que el corazón se le agite como si amenazara rebasarle el pecho y estallarnos escandalosamente en la cara. El pensamiento, acelerado, incurre en desafueros, en inconveniencias, en revelar lo que debería no ser manifestado, sobre todo si es de propiedad ajena. Exaltados, los afectados de este trastorno, hipertímicos o más pedestremente desbocados, nunca mejor dicho, producen a veces vergüenza en quienes se someten a su desmesura. Lo de cerrar las bocas para que no entren moscas, refrán antiguo, no les incumbe. Son gente que, cuando hablan, sube el precio del pan, he escuchado siempre. Tampoco piensan lo que dicen: se contentan con producir ingentes cantidades de palabras, en producir ese magma semántico con fruición. A falta de disciplina y tiento, concurre en ellos la vorágine, el desquicio  

 Si algo es digno de ser tenido en cuenta, no dudo que esa posibilidad exista, todos decimos cosas de interés de cuando en cuando, pero lo interesante se pierde cuando lo embuten en la tropelía de su parlamento. Son de natural desprecio por el congénere. No tienen compasión cuando se les reprende por su incansable afán. Si advierten la cercanía de un igual, los bocachanclas redoblan su elocución. Si a ti, lector considerado, te pillara en medio, mejor huye, no te expongas, sanciona tu buena educación y lárgate sin miramientos. Boquirroto, les dicen en Portugal. Aquí tenemos el vocablo "bocazas", que es contundente en su amplitud fonética. Son, por lo común, ignorantes, de poco o nulo sentido de la prudencia. Se les imagina felices, incapaces de recordar qué pudieron decir, con qué torpe prolijidad arruinaron una tarde entre amigos. Cuentan con la libertad de expresión y con la educación del pobre al que acosan y derriban. Si nadie les aconseja comedirse, no darse con ese brío verbal, templar un poco lo pensado antes de airearlo, se inclinan a pensar que agradan y que son el alma de las fiestas. La palabra, escribió Montaigne, es mitad de quien la dice y mitad de quien la escucha. Quien calla, tiro de otro refrán, otorga. Así que el escuchante, cuando no abre el pico y deja que lo asedien, concede la andanada, baja la guardia, pone cara de cordero a punto de ser sacrificado y se rinde sin más. Hemingway  escribió que son los pocos los años que precisamos para aprender a hablar y toda la vida la necesaria para aprender a callarnos. Uno habrá incurrido en hablar más de la cuenta en ocasiones. Tendré quien lo confirme. Será cosa de enmendar ese exceso, ahora que me lo estoy explicando. Querría el charlatán ser encantador, no hartar, conciliar elocuencia y exceso, divertimento y abuso, pero ya lo dijo Baudelaire: no se puede ser sublime sin interrupción. Escribir también es un acto deliberado de impune verborrea a veces. Este humilde escribidor ha incurrido en él con alegre frecuencia, sabrán disculparme  




 


 


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