31.1.25

Dietario 23 / El hombre pequeñito

 


Creo que se prefiere regalar a que nos regalen. Quien se esmera en dar con el regalo idóneo es a él mismo a quien le está rindiendo un presente, él es el agasajado. Pero qué alegría que alguien desee obsequiarnos. Piensa uno: qué habré hecho yo para que piensen en mí y este regalo lo rubrique. Hace unos días, en el patio del colegio, un alumno me regaló un marcapáginas modestísimo con mi nombre dentro. "Para ti, maestro". Ni siquiera es de mi clase. No sé cómo se llama. Si me apuran, no sabría ponerle ahora cara, reconocerlo entre los demás cuando el lunes coincidamos de nuevo los dos en el recreo. Era de papel el marcapáginas, sin la dureza que haría que de verdad sirviera para fijar la página por la que abandone la lectura. Ni siquiera se ha parado a ver qué cara ponía al recibirlo, ni esperó que yo festejara su generosidad con un gracias. No haré que dé el uso para el que se creó, no podría. Lo he guardado dentro de un libro, uno cogido de una balda, al azar de entre los muchos infantiles y juveniles que hay en casa. Me ha hecho gracia que tenga ese título: "El hombre pequeñito". En verdad lo era el zagal que me hizo el regalo. Las cosas que se guardan dentro de los libros importan, permanecen. Como los libros. Quizá vuelva a dar con el marcapáginas en un año o en quince o alguien lo abra cuando yo no esté y se repita la escena una vez más. Hay libros que no se vuelven a abrir jamás, pero alivia saber que custodian la memoria y la salvan del fuego. 

Defunción lírica de un marrano


Al cerdo le fascinaban las arias de Verdi. La culpa la tuvo el porquero, entusiasmado melómano. Usaba un amplificador a válvulas que se caía de viejo y unas columnas Edimburgh que pesaban cien kilos. El conjunto sonaba como Dios suena en sus nubes. No hubo propósito, ni gran aprecio tampoco, tan sólo la evidencia de que los gruñidos eran menos ruidosos o que, en ciertos pasajes, se le tornaban los ojos y daba unos brincos armónicos que al perplejo porquero le parecieron un milagro. Ninguna otra muestra de la gran música producía el mismo efecto en el animal. Con Wagner emitía unos gruñidos más toscos de lo normal. Con Gould acometiendo las variaciones Goldberg se ponía inusualmente nervioso, agresivo a veces. Las sinfonías de Bruckner lo consternaban de un modo sobrecogedor. Sus ojillos palidecían, hasta se diría que se precipitaban irremediablemente al llanto, que no acababa de irrumpir nunca. Días antes de que lo condujeran al degüello (debe aquí anotarse que el entusiasmo melómano no rivalizaba con el pecuniario) el porquero le  sometió a una escucha masiva de las arias de las veintiocho óperas de Don Giuseppe. Murió en el fango, tal vez feliz. Sonaba Aida, una de las últimas. Se cree que le sobrevino un infarto o un derrame cerebral. No se descarta un ictus, no hay bibliografía sobre el sistema vascular de los cerdos. Tampoco se le hacen autopsias. No consta ninguna, al menos. El veterinario, informado del amor a Verdi del marrano, sugirió el suicidio. Recordó un burro que murió horas después de que finara su dueño, aficionados los dos  al jazz de Nueva Orleans. El porquero no lo abrió en canal, como suele con otros, no separó las piezas para hacer negocio. Le dio piadosa sepultura en una loma. Acude los día de bajón, se sienta en el verdor del suelo, cruza las piernas y se queda ahí un buen par de horas sin pensar en nada, dejando que la misma tierra dialogue con él y le consuele. 

30.1.25

Dietario 22 / El tiempo

 


Fotografía: Ramón Massats


 A la pérdida que antecede al duelo no se nos prepara a fondo, no hay una pedagogía que nos asesore sobre cómo afrontar el dolor de los nuestros que se van. Decir "se van" es ya un desgarro lingüístico. Las palabras, si no se esmera uno en escoger las menos lesivas, dañan como si fuesen cuchillas que rasgan primero y, con fruición después, escarban, se obstinan en dar con el hueso, que es al límite animal, el final de la sensible carne. A los muertos que tenemos les debemos la vida que tuvimos, la que nos quede. Los vivos somos unos privilegiados, se mire como se mire: da igual que la tragedia ronde sin que se la invite o que haya días tristes o huecos o grises para los que no disponemos de herramientas que los arrimen a la luz y al color noble y limpio de la alegría. Hay una edad en la que maniobra a su antojo en la cabeza ese apesadumbrarse terco que se parece a la desgana o a la indiferencia. No creo que haya alguna edad en la que estemos libres de su influjo, salvo la espléndida niñez, que es un desentenderse de cualquier circunstancia que arruine el fluir del juego, su niebla aplazada, su pequeño paraíso sobrenatural. 

Se quiere casi siempre tener menos edad de la que se tiene. Uno anhela no pensar, no ceder al cómputo invisible de los días, a la constatación de la cercanía inapelable de la noche. La relación con el tiempo es complicada. Contaba mi amigo J.M. que para él vivir bien consistía en no meterse el dedo en el ojo más de lo soportable. Porque aseguraba que tendía a hacerlo, a su desgracia. Hay días que duele el cuerpo o duele el alma, pero esas inconveniencias no incumbe al tiempo mismo: le imputamos crímenes que no son fáciles de demostrar que cometiera. Apelamos a la nostalgia, la invitamos a que nos abrace y alivie, pero el pasado es una bruma, otra niebla, y tampoco es fácil manejarse en ella. La memoria es el saco de boxeo en donde el tiempo se deja lastimar: la golpeamos, pretendemos hacerle ver que fue ella la que nos lastimó, pero ninguno de los golpes que aplicamos hace que su piel exhiba alguna herida. En ocasiones, vemos a ancianos hablar con niños. Son curiosas esas conversaciones, todos hemos escuchado las suficientes. Se les entiende todo lo que dicen, pero solo ellos (ancianos y niños) están autorizados a comprender el significado completo, esa didáctica del tiempo, ese contar de su paso. 

El otro día vi al viejito muy viejito soltar una prenda aforística al joven que le escuchaba: "Todo lo que hay en esta vida es no pensar en que se va a acabar muriendo uno". Así o de parecida manera lo diría. No registré las palabras exactas, no quise o no pude. Desde entonces no dejo de pensar en las personas mayores. Cuando me topo con ellas en la calle, caigo en la cuenta de que no falta mucho para que yo mismo me ponga a hablar con niños (lo hago a diario desde hace treinta y pico años en la escuela) y les advierta o les ilustre (ningún verbo sabrá contener lo que de verdad querría hacer al hablarles) o para que inadvertidamente suelte alguna frase precisa, sentenciosa, de esas que no están destinadas a ser escritas y más tarde leídas, sino escuchadas, abandonadas en el aire y perdidas con posterioridad probablemente en él. No sabemos nada de lo que es el tiempo. Tal vez sea la única cosa que el hombre, en su afán por entenderse, ha acotado enteramente. Toda la filosofía es una tentativa de darle un sentido. Todas las novelas son novelas que hablan del tiempo. Todas las palabras que decimos se empeñan, aunque no tengamos conciencia de esa voluntad, en respetar el antes, el ahora, el después. Este mismo texto que acabo de escribir (ya debo dejarlo, debo atender a la rutina de la mañana y salir pronto de casa) se me antoja que no dice nada o que lo que dice ya ha sido dicho antes por mí, por otros, por todos. Le estamos dando vueltas a la pieza de fruta (el tiempo es carnal, es sabroso, es puro) sin saber el porqué del hambre. Y la rueda del niño gira mientras el niño ignora que está girando. 



29.1.25

Dietario 21 / Navegar de nuevo

 Siempre conmueven las sabidurías menudas, ese saber sin alarde que sentencia con humildad y hasta casi desafecto. Ayer noche escuché a un viejito muy viejito decir que todo lo que hay en esta vida es no pensar en que se va a acabar muriendo uno. Era esa la idea, no las palabras. Me hizo volverme, ver a quién se lo decía, si la conversación tenía continuación o era una de esas cosas que, al decirse, impiden que alguien pueda responder, rebatir, asentir, extenderse en cualquier consideración espuria. No hubo más, se desvaneció el milagro de las palabras. El viejito muy viejito se metió en su casa y el hombre con quien hablaba sacó el móvil y marcó un número. Recordé algo sobre no hacer caso al que, sin razón, mientras lo navega, se queja del mar que se le ha concedido navegar de nuevo  

 

28.1.25

La versión de Judas / Diez cuentos clásicos de Manuel Moyano

 


Asombro, gratitud. Hacer verosímil lo prodigioso, conferir a lo extraordinario una veracidad.. Tal vez únicamente debamos reclamar eso de la lectura: el avituallarnos de algo parecido a la realidad, aunque el anhelo invocado pueda ser apartarnos de ella, conducirnos por un margen suyo, hacernos depositarios de un secreto o de una plegaria. Leer debe ser una invitación a cuestionarnos esa realidad, una pesquisa sobre lo que no podría inferirse de la mera observación de sus manifestaciones sensibles. Hay lecturas que apasionan porque gratifican al lector con revelaciones que no podrían adquirir sin el concurso de la escritura ajena. Hay lecturas que superan a la vida que contienen. Hay libros que nos reconcilian con nosotros mismos, con el placer de que nos cuenten historias, con la circunstancia de que las historias nos alimenten. Se leen con una gratitud infinita. Conforme los cruzamos (los libros son una tierra que se pisa o un mar que se navega o un cielo en el que volamos) percibimos la restitución limpia de un milagro inmediato: el de la armonía o el de la plenitud. Lo maravilloso también es que uno vaya de un milagro a otro: no hay una tierra, ni un mar, ni un cielo, sino muchas tierras, muchos mares, muchos cielos. Una biblioteca es lo más parecido a un vientre de mujer que acabe de ser bendecido por el prodigio de una nueva vida. En esa estancia todo está por suceder. Un cuento está siempre recién echado a andar. Saber cómo transcurre no garantiza que sepamos cómo transcurrirá cuando nuevamente nos concedamos la voluntad de volverlo a leer. Por eso he leído estos diez cuentos de Manuel Moyano dos veces. En la primera lectura ya hubo asombro y hubo gratitud. La segunda trajo una emoción distinta: se me antojaron nuevos, creí ver lo que no el hallazgo primero no supe. Más que escritos, están trenzados; más que trenzados, alumbrados. Dice el autor que espera que guarden "un cierto parentesco estilístico", puesto que entre la escritura del más antiguo y del más reciente han pasado casi veinticinco años. El tiempo es lo de menos. Podrían haber sido escritos uno tras otro, iluminada la mano que los vuelca, quién no diría que fuese así. Lo del estilo es anecdótico, cosa de sesudos críticos literarios, que ven lo que algunos lectores no atisbamos siquiera. Sucedió que de pronto me creí estar leyendo por primera vez. Fue curiosa esa sensación. Moyano, el primer escritor; un servidor, el primer lector. Adánicos los dos. 

Contar un cuento, saber contar un cuento. Para contar un cuento hay que ser un excelente lector de cuentos. La versión de Judas es el libro de cuentos de un lector, uno exigente, hecho a leer con gratitud también, imagino. Manuel Moyano narra con ese vicio adquirido de querer saber y de que las historias lo colmen. Todo en estas historias, sin abonarse al realismo mágico, extraen de él la parte en la que lo narrado tiene una contención entusiasta, permitidme al oxímoron, una especie de alegría respetuosa con lo cotidiano y, al tiempo, alborozada (y nosotros, leyendo, por añadidura) con el concurso (legítimo, sin alharacas) de lo fantástico. 

El triunfo de la imaginación. Moyano celebra la imaginación en cada uno de estos cuentos. También el humor, que se sirve con inteligencia, sin que ese barniz contamine la superficie a veces áspera de lo contado. Si tuviera que elegir una palabra que compendiara cualquiera con la que pretendiese glosar esta lectura sería pulcritud. Es un término poco prestigiado en la literatura contemporánea, en ocasiones más preocupada por la innovación o por la reformulación del canon clásico o por su determinativa supresión. Qué metodismo, qué absoluto control de todos los elementos que se precisan para contar una historia. Más que la naturaleza del relato, su trama precisa, lo que Moyano hace con más oficio es el mantenimiento constante de un respeto a la escritura. Es toda ella tributaria de toda la gran literatura de la que el autor debió abastecerse para que irrumpiera la suya propia. Por eso es un libro de un lector. Uno podría enumerar referentes, patrones, autores clásicos que han modelado al autor actual: Borges en El libro de modo absoluto y, menos explícitamente, en La versión de Judas o en La ciudad soñada, Lovecraft en La casa de la calle Ulloa, Poe entreverado en partes de muchos cuentos y de forma bien visible en algunos de ellos, Cervantes en El orgullo de Riopanza, Conrad en Fragmento de un diario, que recuerde ahora.

Los escenarios. La versión de Judas no es un libro de cuentos que tenga un hilo común, no es algo que se requiera ni apreciara en este caso. Son historias que funcionan solas, no hay que buscar que unas comparezcan en otras o que una especie de sustancia invisible las conglomere y haga de ellas algo que pudiera entenderse unitariamente. Las cruza el gusto por un esmero léxico, por una tensión dramática que, en unos cuentos más que en otros, desemboca en un desenlace que cierra y no cierra la trama. Los buenos cuentos no deben acabarse nunca. El hecho de que den un final no es fiable. A mí, al ver un perro desamparado en la calle, me viene La casa de la calle Ulloa, y ni le presto atención al chucho. No he montado en tren desde que acabé la lectura, pero no dejaré de mirar la máquina y el vagón de cola (La bufanda roja). El itinerario lector surca un mapa felizmente caótico: un tren infinito que recorre Castilla (La bufanda roja), despachos gubernamentales con funcionarios imbéciles (Así murió Mamadou) o una finca abandonada en la que algo tenebroso aguarda (La casa de la calle Ulloa). 

Los cuentos

Así murió Mamadou

Todas las guerras son surrealistas, ridículas, esperpénticas, pero algunas lo son de un modo absoluto. La enseñanza de este cuento (no la busque, no se precisa, aunque la hay) es la comicidad con la que se inician las beligerancias entre los países. Arguyen razones bastardas sin excepción, pero basta indagar para descubrir que todas esas guerras son risibles, permitidme la frivolidad. El desgraciado protagonista de esta solo ocupa unas líneas al inicio (donde se da cuenta de que fue la única baja de ese conflicto, demos gracias a Dios) y una sola, que da título al conjunto, cuando la trama se cierra. La intendencia del planisferio celeste pone en guardia a las naciones, ansiosas por no perder la oportunidad de rubricar en el mapa del cielo la propiedad de sus ochenta y ocho constelaciones reconocidas. En esa lid etérea y amamarrachada, aquí me otorgo otra licencia, surgen facciones terroristas (la del Cielo Ecuánime o Equitativa, radicada en Yemen) y oficinas internacionales hechas a bregar con la estulticia del hombre. Se alegra uno de que las rivalidades aquí citadas se desvanezcan y tan solo diesen un triste finado como parte de bajas. 

 La bufanda roja

He aquí la versión castellana del barco fantasma, reconvenido aquí en tren y en historia de terror metafísico. El que se arroga la primera e inquietante primera persona para narrar es un individuo que viaja a cuenta de su empresa por la anchurosa Castilla y debe abandonar su coche y coger un tren para llegar a su destino. Habrá quien la lectura de este cuento le lleve a la letra de una canción de los setenta, el Hotel California de los Eagles. La diferencia consiste en que la prisión se mueve y los fantasmas declinan ofrecer alguna información sobre la naturaleza del ensalmo.No sabremos nada de la niña con la bufanda roja con la que el atribulado viajero se quiso valer para dar un sentido al absurdo. Entra en lo razonable que todavía ande por los vagones, desconcertando a ingenuos, reclutando lunáticos. 

 La ciudad soñada

Antes de ser un dios, Kurtz fue un coronel al servicio del presidente Lyndon B. Johnson. Antes de que enloqueciera, el Mekong era un río, no el Aqueronte hocicando en el infierno. En La ciudad soñada leemos que Kurtz fue un hijo obediente al que el padre ciego  adiestró en acrobacias y malabarismos y que recorrían juntos el vasto mundo contando historias sobre "tiempos en que aún vivían gigantes. La escudilla nunca era pobre, ni el ánimo flaqueaba, pero era otro el propósito al que el viejo consagraba sus días ambulantes y austeros. A cada ciudad a la que llegaban, el viejo ciego preguntaba a Tebaldo, cómo eran las casas, si las prestigiaba el mármol y eran altos los minaretes. 

 La casa de la calle Ulloa

O de cómo un perro, uno cualquiera, el más menesteroso y frágil, puede atribuirse la comisión absoluta del miedo y conducir a quien ha mirado con ternura su desamparo a la mismísima mansión de todos los terrores, el lugar en el que moran las tinieblas, el brocal del pozo de la sangre, postrándolo ante una estatua pequeña de bronce que representa una deidad con tentáculos en la cabeza. A Lovecraft le saldría la bilis necrológica a la primera frase, invocaría a todos los dioses primordiales y la hoja en blanco se pudriría en ese instante, comida por la hedionda marca de todo lo insalubre, pero Moyano hace que su historia, igual de tenebrista, discurra por senderos menos trágicos. Lo que hay al final del paseo con el chucho es harina (iba a escribir sangre) de otro costal. 

El libro

No hay relato que un servidor haya leído recientemente que no me haya hecho sentir con más agradecido fervor que mi buen Borges dejó una escuela de acólitos felices por continuar la escritura de sus laberintos y de sus espejos, de sus libros infinitos y de sus hombres inmortales. Lo que se resuelve aquí (no estoy seguro de que nada termine por resolverse) es la sublimación del hecho literario, vuelvo a pedir que se me conceda esta vehemencia que no debería ser únicamente mía. La forja de un cuento como El libro precisa haberse metido en la cabeza de Borges y haber intimado con sus fantasmas, alguno habrá por ahí, remoloneando, buscando con qué entretener el silencio de la muerte, tan grosera. Porque Borges (no sé si decir Moyano) no ha dejado de escribir desde que la tierra lo acogiera en su postrera Ginebra un catorce de junio de hará pronto cuarenta años. Qué serán cuarenta años, qué importará el infinito futuro si perdimos el infinito pasado (perdónenme, me estoy entusiasmando). El libro es el cuento en el que están todos los cuentos, el minucioso catálogo de todo lo que fue, lo que es, quién dirá que no estará también lo por venir. Registrará cada pulso secreto de cada criatura que habite este universo caótico. Viene a la cabeza Funés el memorioso, con su cara "aindiada y singularmente remota, detrás del cigarrillo", también "un Zarathustra cimarrón y vernáculo". Era el depositario de todas las cosas que sucedieron desde que abriera sus ojos y las custodiaba con pavor mitológico. Tendría Funés más recuerdos "que los que hayan tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo", cito yo con mi débil memoria. Pues el Libro del cuento de Moyano tiene a un humilde Funés que ambiciona registrar en sus páginas todos los acontecimientos con todos los pormenores que los cruzan y convierten en algo único, aunque sepamos que los acabará sepultando el olvido, que es una forma de la eternidad. El Poeta que protagoniza la historia se propone escribir "un libro que recogiera minuciosamente cada nombre, cada gesto, cada mirada". Será un volumen sagrado, lo custodiarán en un templo, será adorado, será temido. Con asombro, con gratitud (así empecé este escrito), el lector descubre que el final del cuento (no avanzaré que esperado y trágico a partes iguales) está manuscrito en la última página de ese libro y que el escritor (el Poeta, Funés, Borges, Moyano) sabía qué le estaba esperando, cuál sería el modo en que su vida sería cercenada. Y comienza la narración con la conjetura de que el Libro "nunca llegó a desaparecer y que, por tanto, aún sigue coexistiendo con nosotros en algún punto del universo". Ahí estaremos tú, que lees, y yo, que escribo. No lo malograría el fuego, seguiría enumerando con estajanovista ardor "el canto de los pájaros, el sabor de la fruta madura, el olor del bosque después de la lluvia". Se arracimarían en furiosa coyunda lo irrelevante con lo trascendente, sin que ninguna circunstancia, por insignificante o extraordinaria que fuese, quedase cumplidamente registrada. Podría pensarse (déjenme que me explaye) que el mismo mundo es el Libro. El imposible cofre que lo contenía sería del tamaño del universo. No habría manos que lo descerrajasen, ni voluntad que lo entendiese. 

 Dualde y compañía

No sabemos cuántas voces tenemos en la cabeza. Hay cientos de historias que codician dar con ellas, rendirlas, exponerlas al escrutinio público. Quien las tiene, las más de las veces, gobierna cuándo han de irrumpir, cuándo callarse. Esa intención censora no siempre es exitosa. De ahí que no pidan permiso y digan lo que no deben y nos pongan en evidencia. Nuestro Dualde tiene solo una. Se llama Penélope. Es castradora y crea mal ambiente en el bloque del Eixample barcelonés en donde se la escucha. Porque no sabemos cómo es Penélope. La realidad, sostiene el narrador, es atroz. La ficción es una párvula discípula. Esta es la historia de una familia peculiar y de alguien que se encomienda descubrir sus secretos. Quién no ha puesto la oreja en la pared por escuchar lo que dicen sus vecinos, pero hay vecinos que no son de este mundo, o quizá lo sean de un modo absolutamente natural y nuestra cordura no soporta que esa realidad sea así de desquiciada. 

Páginas inmortales

La literatura es un oficio trágico, se mire como se mire. Los que nos afanamos por parecer escritores sabemos que conlleva una serie de sacrificios de los que no siempre salimos airosos. El caso de Azucena Espriu es el de muchos escritores que triunfan bastardamente, sin que el éxito que han logrado les permite alardear de él, exhibir los trofeos, los galardones, morirse de fama. Eso bien lo sabe Estanislao Garcerán, lector sin traductor del mejor Carlyle, dilecto aficionado de las sinfonías de Brahms y, para su desgracia, escritorcillo ninguneado, aunque sus obras merecieran el oro del parnaso y los vítores de los más exigentes académicos. Que Estanislao cree a Azucena es consecuencia de la podredumbre de la casta de los elegidos por la gloria literaria. Al final, los dos ya solos en su piso humilde, se produce el acto con el que universo premia a sus más nobles criaturas: las envuelve en un halo de misterio, las difumina, las invita a que dejen las miserias de este mundo y paseen en paz el dulce sendero de la fama eterna. Páginas inmortales es un cuento que habría encantado a Oscar Wilde. No habla del tiempo y de sus fauces, sino de la dignidad y de sus lobos. 

Fragmento de un diario

Hay muchas formas de que un cuento sea muchos cuentos, de que un personaje sea todos los personajes, de que una selva sea todas las selvas. La de Fragmento de un diario es la que pensó Conrad en su El corazón de las tinieblas y es la que Coppola, agradecido por la historia, plasmó con igual maestría que el escritor inglés (y polaco) en la imponente Apocalypse Now. No es de extrañar que encontremos por segunda vez al semidiós Kurtz, que aquí no ejerce de reyezuelo ni somete a sus acólitos a ninguna fantasmagoría tribal: es un sencillo hombre el que se adentra en la espesura, dará igual qué propósito le guía, y encuentra algo que lo perturba. El dribbling, la finta con la que el jugador deja atrás a sus contrincantes, no olvidemos que la literatura es un engaño, hace que la narración colonial prescinda del Nostromo, del comerciante al que ansía encontrar Marlow, del temblor mágico de la aventura, que la hay y está magníficamente contada: lo que espera al paciente lector es una revelación colosal, inesperada, digna de una imaginación en estado de gracia. Alguien ha cruzado un umbral, alguien ha caído de las estrellas, o será de la incorpórea imponencia del tiempo. Welles habría aplaudido ese final. Es más suyo que de nadie. 

El orgullo de Riopanza

Vuelve aquí Moyano a un tema que debe adorar: la vida privada de los escritores, su ansia de perdurar, su secreto (público, idílicamente) matrimonio con sus invisibles lectores. El orgullo de Riopanza es Benito Hermosilla, uno de esos escritores - un erudito, una enciclopedia con patas, un animal de biblioteca - que no han venido a menos, sino que nunca han estado en ninguna posición cenital desde la que observar el mundo y ser observado por él, un discurridor de sucesos al servicio de su pueblo. Interrogador de legajos, cronista de una olvidada villa de provincias a la que se consagra su entera existencia, nuestro protagonista es cualquier cosa menos un hombre aburrido. Su ocio lo ocupa la literatura, la rendición de una obra por la que ser recordado por sus convecinos (es un pueblo pequeño, hemos dicho) o por los extraños. Se embarca en empresas imprudentes o directamente irrelevantes, pero su ánimo es inventariar (estará bien ese verbo democrático) la intrahistoria, la historia y la suprahistoria de su localidad, a la que concede la más alta de las consideraciones morales y espirituales y de la que se declara unilateralmente notario de sus miserias y de sus glorias. Ese consignar "con minuciosidad de insecto" los avatares del terruño no es asequible a cualquier espíritu pusilánime: él se las ingenia para que nada relevante sea echado en falta cuando alguien haga escrutinio de esa rendición de causas y de azares. Y así Hermosilla hace acta del paso de los primeros homínidos por su pueblo, de etimologías venidas del griego o del latín para sustentar tal o cual incontrovertible refutación de la historia tal y como se nos había contado hasta ahora, promoviendo la especie de que los descendientes de la Atlántida (¿existió?) hubiesen recalado en su localidad y todos los riopanceños fuesen descendientes de esa alcurnia mitológica. No habría circunstancia que no mereciese ser vertida en su bizarro ejercicio notarial. Se hace constar en el cuento del cuento de Hermosilla (toda la historia es un relato que excede el concepto de novela, aunque comparte con ella su recado narrativo) que el buen hombre no fue demasiado escuchado por sus perplejos contemporáneos. Que su más que magna obra (la Historia universal de la villa de Riopanza, con sus tres inconcebibles volúmenes) languidece por aquí y por allá y que tan solo el polvo se ha declarado lector entusiasta de sus manifiestos. 

 La versión de Judas

Nada más empezar este cuento a uno se le cruza la cara de Humphrey Bogart en El sueño eterno o en cualquiera de esas películas de detectives a los que una dama les requiere sus servicios por alguna infidelidad del marido que le reporte pingües beneficios y permita dedicarse a proyectos más licenciosos, liberada del yugo conyugal y bien contenta de cuartos. Lo que la señora solicita es cumplidamente satisfecho, pero el sabueso sigue el olor de la carne e intuye que hay algo más en las escaramuzas clandestinas de su investigado. Moyano se convierte en Chandler o en Hammett, pero en el fondo es Chesterton el que sale a la luz o de nuevo el mismísimo Borges o hasta un Vázquez Montalbán al que le haya entrado el gusanillo de las pesquisas metafísicas. Porque en La versión de Judas hay una relectura de los evangelios, una constatación brutal de que habría llegado el día en que todo volvería a suceder o el día en que supiéramos que todo lo que sabíamos no era como nos lo contaron o el día en que los cimientos de la sociedad tal y como la conocemos comenzarían a resquebrajarse. El Judas aquí traído es cartesiano, no le mueve únicamente el tintineo de las monedas de plata en la faltriquera: es su vivo interés en saber, su profesionalidad. Que sea o no sea un traidor, lo decidirá el lector. 

Adenda

El talento del escritor no cunde si no hay otro talento detrás que lo espolee y rubrique. De ahí que uno aplauda a Talentura, que hace cosas muy bonitas y publica libros de escritores muy buenos. No porque algunos supieran eso debiera comedirse uno en la alabanza al trabajo bien hecho. Tampoco porque gente a la que aprecio mucho editen o hayan editado en ella (Juan Herrezuelo -mi primera Talentura fue-, Raúl Ariza, Trifón Abad, Salva Robles). Falta que La versión de Judas se lleve el Premio Andalucía de la Crítica, al que opta en este año. Sería festejado por muchos de los que hemos leído el libro dando palmas con los ojos. 






27.1.25

Historietas de Sócrates y Mochuelo / 26


A Mochuelo las moscas cuando zumban le parece que hablaran. Cree escucharlas inquietando la paz que ha encontrado al ausentarse Sócrates. Cree también que podrá hacer que el vuelo grosero no le incomode y la criatura considere llevar su música a otra parte, pero cuando ese anhelo se ha logrado, sin que él contribuya a su logro, por mera injerencia del azar, Mochuelo se queda solo. Podéis ver que ha cerrado los ojos. En última viñeta no hay mosca, ni Mochuelo, ni Sócrates. 


Continuará. 


Dietario 22 / Elogio narrativo del bodegón

 


Francisco de Zurbarán (1598-1664). Bodegón con cacharros. Circa 1650. Óleo sobre lienzo. 46 cm x 84 cm. Museo del Prado.

A los bodegones se les llama  naturalezas muertas. Por lo general, contienen vasijas, jarrones, utensilios de cocina, hasta crucifijos o piezas de carne cruda, aparte de la rendición de las clásicas frutas. El fondo negro da a las formas una consistencia que excede la generosidad del lienzo. A pesar de esa pulcritud expositiva, de ser contenidos, de no exhibir otro entusiasmo que el sencillo procurado por la disciplina de los objetos, por la quietud inquietante de su permanencia sin motivo, hay tanto que encontrar en los bodegones. Siempre me pregunté el propósito de hacer que todas esas piezas se junten. Descreo de la armonía que dicen los que entienden de pintura que muestran. No encuentro un propósito moral o una alegoría sobre algo. Y, sin embargo, miro los bodegones con reverencia. Indago en su sobriedad costumbrista, prefiguro al pintor ocupado en mover los objetos hasta que una de las posibilidades lo satisface y acomete la restitución de lo que ha decidido ver. Porque hay una voluntad previa que no sabría explicar ni él mismo, si se le requiriera dar cuentas de ella, justificar por qué sancionar o privilegiar esos objetos. También escribir es un ejercicio de falsa contención. Me imagino que lo único que hacemos los que escribimos es pintar bodegones. Elegimos las piezas, las colocamos donde nos parece, censuramos unas, aplazamos o primamos otras, acordamos un patrón o lo rechazamos. Y el negro de fondo y la luz escogida. Como las personas del verbo. Como el numen ajeno. 

26.1.25

Historietas de Sócrates y Mochuelo / 25


 El que escucha a quien construye deviene constructor y al que lee, lector. Quien habla de sus penurias y enfermedades hace que penemos y enfermemos, quien de su amor infinito por su amada que la amemos con infinito amor. Del virtuoso adquirimos la virtud y el que delinque desgracia nuestra moral y nos arrima al delito. Sería un diálogo aporético el empecinado en dar con la manera en que no somos invariablemente el mismo y mudamos en otros si nos exponemos a ellos. Se duda para que no cese el flujo de preguntas. Ellas nos dibujan, trazan lo que quiera que sea que seamos. De ahí que el yo que hoy creo ser no induzca a pensar que pueda desvanecerse mañana o que el que fui hace años ni remotamente se parezca al que ahora escribe en su ordenador mientras afuera el día es gris y llueve sin entusiasmo. Con todo, no es válida la reflexión: a la vez que nunca seré cabalmente el que soy, debo ser sin interrupción los que abandoné o los que me abandonaron. Lo que decimos es ventricular, parece haber sido dicho por otro. Todo es un palimpsesto. Se codicia ser uno mismo, pero esa voluntad anda siempre a la rastra, herida, consciente de que lo único que se posee es el evanescente ahora. Somos el primer hombre que vio su rostro en el agua y el que ayer volvió a beber tras años sobrio. Interrogamos nuestra imagen en el ansioso espejo (Borges dixit) para consternarnos o para esperanzarnos. No hay nadie fiable al que miremos y, al tiempo, sabemos escudriñar la cara que nos ofrenda y dar con la del niño antiguo y olvidado y con la del adolescente desafiante. Todas las caras pretéritas, todos los gestos perdidos, están en la cara última, la recién estrenada, de la que tampoco sabemos mucho, únicamente lo que nos dicen, tan solo una impresión de alguien que tampoco conoce la suya. 





25.1.25

Historietas de Sócrates y Mochuelo / 24


 Sócrates no es Edipo, no da con la respuesta que la esfinge del león alado le requiere para entrar en Tebas. Los acertijos eran cantados, pero la dulzura de la voz anticipaba la fiereza del animal si el preguntado marraba en su solución. Mochuelo mira con perplejidad a su sagaz amigo. Sospecha que ha preferido dárselas de ignorante, no incurrir en el error y despertar la ira del monstruo. No saber a veces nos precave de la tragedia, pudiera pensarse. Saber más de la cuenta no siempre garantiza una vida apacible y segura. He aquí la enseñanza del sabio: comídete si la moderación puede hacerte atreverte más tarde, no cometas la imprudencia de dártelas de marisabidillo cuando algo que no obedece a la razón te pone en jaque. Con lo fácil que hubiera sido decir: es el hombre, es el hombre. Pero hay enigmas que nos pillan con el pie cambiado y la argucia y la sapiencia no dan con la respuesta. Tenemos Sócrates para un par de viñetas más, al menos por este año. Agradecemos la benevolencia del ilustrador, no entrará en sus planes sacrificar a nuestro pequeño héroe barbudo. 

Dietario 21 / Los porqués

El bosque no tiene un porqué. Tampoco esta ventana desde la que veo el patio y el cielo lento y gris de esta mañana de sábado en la que llueve sin entusiasmo y unas gallinas del corral vecino debaten la bondad de la mañana. Los porqués nos tienen más ocupados de la cuenta. Se les ha encomendado decir lo que tal vez no deban. Saber arruina sentir, conocer es olvidar. Solo cuenta lo que todavía respira, el misterio hondo con su cuenta de milagros. La poesía es la verdadera ciencia del futuro. Explicará lo que la razón no alcanza. Entender algo hace que lo olvidemos. Solo es nuestro lo que perdimos, escribió mi buen Borges. Yo, tan de perder las cosas, no las acabo de perder nunca. Ahora me acuerdo de amigos que perdí y los siento cerca. Da igual que no nos veamos con la frecuencia de antes. Qué más dará el porqué. Saber que se tienen, sentir que nos esperan. 

24.1.25

Pedigüeñerías


La i con su punto coronada, la requeridora diéresis, la castiza virgulilla y la enfática tilde rara vez comparecen juntas en una palabra. Ayer las vi en "pedigüeñería" y caí en la cuenta de la paradoja que exhibe al ser la menos pedigüeña de todas ellas. Compendia ese sustantivo la riqueza de nuestro boscoso idioma, su esplendor ortotipográfico, al menos. Y ya puesto uno a pensar en el verbo que la crea, más por entretener la cabeza que por resolver algo de importancia, pensé también en si yo soy de pedir o de dar. Convine, sin excesiva certeza, que me agrada más dar. El hecho de escribir lo corrobora. El escritor es un dadivoso. Agrego que, en mi caso, empedernido. Diríase enfermedad lo que posiblemente me haga no pasar un día sin sentir el temblor blanco, ese instante en que te conminas a poner una palabra detrás de otra con novicio entusiasmo. El acto de dar en ese ciego teatro requiere un lector, que vendría a ser un pedigüeño al que de pronto se le pone una moneda en la mano. Cuenta quien la deposite que la generosidad sea baldía y la moneda no alcance las expectativas del improvisado solicitante. Que ni siquiera el que la da confíe en que algo bueno o hermoso o noble suceda al cumplirse la lectura. 


Se urge el ánimo a pedir cuando apremia la necesidad o el capricho, tan obstinado, aprieta. Se pide por tener o por saber y también por comprobar que se nos ha escuchado y consentido la concesión de nuestro deseo. 


El pedigüeño puede hasta desconocer su condición y proceder con desparpajo inocente al requerir de los otros algo de lo que carece. Se envenena la petición cuando hay súplica, ruego, mendicidad. 


Hay pobres solemnes que piden antes de abrir la boca, pero pobres somos todos. Lo somos con arrobo y orgullo a veces. Se pide para que la esperanza comparezca y haga su trabajo de futuro. Se pide por saber si merecemos lo que quiera que anhelemos. 


Escribir queda en una especie de pedigüeñería. Hablar es escribir en el aire. Escribimos para que se nos lea. Hablamos para que se nos escuche. Cualquier otra consideración, la que se discurra, alguna que oportunamente permita contrariar la aquí aportada, no dejará de ser una extensión discursiva, convocada para disuadir al silencio, que es un temblor blanco también y nos hiere si se empeña. 



 

Dietario 20 / IA

 Hoy me siento autocomplaciente y atrevido. He seleccionado algunos de mis mejores poemas y los he sometido al escrutinio de la IA. Le pedí que eligiera el más lírico, el que más pudiera conmover al lector novicio y al avezado. Tardó menos de lo que me ocupa a mí buscar el botón con el que encender el ordenador para hacerme ver que todos esos poemas eran de una gran factura. No sé si decía factura o fractura. Estoy por abrir el historial de la aplicación y dar con el comentario exacto, pero no me atrevo. No vaya a ser que me esté esperando y diga algo que me soliviante y arruine las ganas de dormir que me acaban de entrar. La IA no tiene ni idea del día que he tenido. Ha sido un no parar. Mañana le voy a pedir que me recomiende alguna manera para que el trasiego de mi vigilia no arriesgue la visita del sueño. Esto no ha hecho nada más que empezar. Qué frío va a ser el futuro. Buenas noches. Me acuesto.

Historietas de Sócrates y Mochuelo / 23

 


Habrá personas que tengan una destilación alta y embriaguen a quienes los tratan. Conoceremos a alguno. De nosotros se podría decir que somos uno de ellos. No se tendrá tal vez conciencia de esa circunstancia o la manejaremos con voluntad y sepamos qué grado de etilidad daremos si se nos escucha más de lo debido. La templanza del sobrio Mochuelo elude trincar el vaso que la jarana de Sócrates le ofrece. El problema será la facundia ajena, el palique, la labia, esa incontinencia que hasta podrá fijarse en añadas y que parece provenir de un alambique loco. Cabe precaverse, pedir asilo en el silencio, no exponerse en demasía a su verborrea, aunque sea honda y la pronuncie un sabio. 

Historietas de Sócrates y Mochuelo / 22




La chanza y la malicia van a veces juntas. Una se vale de la otra para dar más crudo empaque al mensaje. Por desgracia, la virtud no se deja tocar por el humor. Hay un inicial rechazo del que Eco dio cuenta en El nombre de la rosa satisfactoriamente. 


Pessoa dice del pez y de Oscar Wilde que por la boca mueren los dos. 


La virtud es un negocio interesado. Quien la pronuncia con más ardor suele ser quien la desacata con más vehemencia. Se dice esto y lo otro y se esgrime la oratoria cabal para convencer a los demás o para darse convencimiento uno, pero el dicho está lejos del trecho o, expresado (iba a escribir dicho) de otro modo, el caminante desobedece al camino. 


Igual que las hojas en otoño, por más que el árbol las retenga, acaban indisciplinándose, burlonamente cayendo, la virtud suele hacerse acompañar por frutos insumisos que, a la primera de cambio, se sublevan, se desmandan, aplauden el desacato, se desean liberadas del término medio y del superior y del inferior y de cualquier ángulo que se ofrezca para acogerlo. 


Bla bla bla. Hablar es gratis. Escuchar, sin embargo, cuesta, duele. Y Mochuelo está escarmentado, ha escuchado mucho, ha visto mucho: prefiere cierto recato, no desmandarse, no presumir de nada, dejarse ir, seguir aprendiendo (tal vez) o dar a su compañero un consejo sincero o una advertencia rigurosa. Porque no hay nada virtuoso en la medianía. Búsquese en los excesos o en la parvedad esa restitución de lo bondadoso o de lo honesto o de lo íntegro o de lo decente o de lo ético. 


Cualquiera de esos atributos del espíritu van y vienen, suben y bajan, se yerguen y se postran, dicen y se desdicen. 


Por la boca mueren el pez y los virtuosos. Ya saben aquello del Evangelio de San Juan (o San Mateo era) de Jesucristo cuando habló del libre de pecado arrojando la primera piedra. 

23.1.25

Dietario 19 / Unas horas en Venecia


 El Arte produce una epifanía inmediata, una pequeña o gran perturbación, casi un brotar manso y agradecido de lágrimas. Lo sentimos al escuchar una melodía o al leer un poema o al ver un lienzo. No sé quién escribió que estamos hechos para admirar la belleza, aunque no esté uno versado en qué consiste, ni posea los instrumentos con que la cultura a veces nos fortalece y hace que apreciamos con más hondura esa revelación. Se admira un cuadro en la creencia de que cada pincelada tiene un propósito. Incluso el hecho de que no lo tenga, en el hipotético caso de que el autor campe a su aire y desoiga el canon y pinte como si fuese cada cuadro el primer cuadro, existe un propósito. En la vista del canal de Guardi lo hay de un modo nítido. Lo de menos es que se catalogue dentro de la pintura veneciana dieciochesca, pensada para que ciertos clientes ingleses la adquiriesen. Este paisajismo está orientado a restituir la profundidad del canal, su aspiración a integrarse en el horizonte y a arrastrar en su dinámica los edificios colindantes y la población diseminada de barcas. 


A veces, cuando paseo un museo, siento esa orfandad, la de no tener a mi alcance la literatura de la pintura. Uno de mis anhelos sacrificados es el de haber estudiado Arte, no por ganarme con él el sueldo y ejercido un oficio, sino por pasear los museos y sentir las obras de otro modo. Algo parecido me sucede cuando piso una catedral o una de esas iglesias imponentes. Aspiro la fe, la noto, creo en ella de un modo precario y frágil, pero no tengo todos los instrumentos, no sé lo que un creyente siente cuando se arrodilla y reza en ese espacio maravilloso que visito como el turista inglés visitaba Venecia en el XVIII y se llevaba a casa un cuadro de Guardi o de Canaletto. Para ellos, la "Vista del canal" es un souvenir, una postal, una especie de evidencia de que estuvieron allí con la que entablar más tarde animadas charlas en el té con pastas de sus recargados saloncitos victorianos. Yo estuve en Venecia cuatro horas, tal vez cinco o seis.  Creo que tuve un acceso de belleza. Estaba en mi conmoción el idilio antiguo con las imágenes del cine que me entregaron una ciudad bendecida por algo inefable y lírico también. La consumí con voracidad. Prometí (prometimos) volver. 


Podemos vivir sin cultura y trasegar con felicidad nuestro paso por la tierra, pero la cultura nos pertrecha de vida también, una vida paralela o supletoria o canjeable a capricho a  la vida fehaciente, por la de verdad, por la que puede prescindir de pintura y de fe y colmarse de ella, pero ay, qué felicidad más completa sería si uno pudiese estar atravesado por la sensibilidad suficiente como para permitir que la belleza lo traspasara y ahondara y calara de manera que todo respirase luz y nos tocara la gracia del entendimiento. También se transitan esos caminos en la orfandad, vacíos de nombres y de corrientes y de historia, porosos, sí, pero apartados de la cálida exposición a ella. 


‘Vista del canal de la Giudecca con las Zatere’ (1757-1758)

Francesco Guardi

22.1.25

Historietas de Sócrates y Mochuelo / 21


 No está el corazón para embelesarse con los cantos nobles y hermosos cuando la sangre lo zarandea: harán que se desquicie, ocuparán la atención que vale más fijar en la adversidad que lo ronda. Declina el de Ulises conmoverse si la fatalidad cierne la única empresa a la que se debe: perseverar en su latido, apartar lo que lo mengüe. Pero Sócrates no oye y da su palique de altas metáforas. No cuenta el oro de las palabras sino el olor crudo de la tierra a la que conducirá el remar sordo. Los versos de Homero hablan del ingenio del héroe, de su destino, de la epopeya, de los ríos de sangre, del caballo de madera, del regreso a Ítaca, del desengaño al pisarla, de la aventura del vivir loco, pero Ulises no desea que declamen su periplo y se sepa si Circe la maga le advirtió del peligro de las sirenas o si la tripulación accedió a las súplicas y finalmente le desataran para que su cuerpo se uniera a ellas en la eternidad o si tan solo el viejo perro reconociera a su amo cuando buscó abrigo en su casa y encontrara maledicencias sobre la fidelidad de su Penélope. Todo son leyendas. Cuenta su pragmática, ese mandato íntimo que le encomienda sobrevivir, aunque la salvación también duela y la realidad que anhela lo abata. Sabemos la sangre que se derramará al reclamar Ulises su reino, se nos ha contado la fiereza que ejerció con los que quisieron arrebatar su trono, su esposa y su nombre. Sabemos todas esas cosas y todas serán ciertas. Queremos que lo sean. Porque al final, cuando hay que hacerlo, si no queda otro remedio, debemos remar, debemos no hablar, no ocupar el pensamiento con nada que no sea avanzar. Lo demás son monsergas, tabarra hueca, metafísica de bazar, aunque la colme de belleza el mayor poeta de todos los tiempos, el ciego Homero, el que no se animó a remar para que todos pudiésemos escuchar las peripecias de los grandes héroes. 






Dietario 18 / Las aproximaciones

Haré un libro que se llame Las aproximaciones. No tengo ni idea de qué tratará, si acogeré la novela como género o preferiré el aforismo o el verso endecasílabo o los cuentos. Podré elegir la primera persona para que narre o confiaré en la tercera. Habrá tortugas, habrá un laberinto. Un pozo. Una niña que muera en la nieve y a la que nadie reclame. Una asechanza largamente urdida. Vastos jinetes. Tal vez ninguna de esas previstas cosas. De lo demás no sé nada. Estoy convencido de que solo necesito dar con la frase con la que se inicie. Una vez que haya pensado las palabras y vueltas a pensar, contadas las sílabas y tomada una sintaxis, el resto vendrá solo. Haber dado con el título hace que el entusiasmo me precipite en la promulgación de esas líneas precursoras. No haré remilgos a que sea una sola, si me satisface enteramente. Hubo veces en que una mala línea de inicio malogró las que fui escribiendo después. Esta noche la buscaré o esperaré a que se me revele en un sueño. No será la primera vez. Recuerdo despertarme en mitad de la noche y manuscribir esa epifanía narrativa. Por si el sueño no la tutelaba hasta que abriera los ojos. Por si se despeñara en la memoria y no hubiese herramienta que la extrajese. Tendré cien líneas portentosas por ahí, perdidas. Entra en lo razonable que en el transcurso del día urda alguna favorable. Si tal hallazgo acaece, prometo entregarme con ardoroso empeño. Hasta he pensado en la portada, que no contendrá nada que haga pensar en qué va a ser leído al ocupar el tiempo en sus páginas. Mostrará un cielo lento o la cara de un hombre sin esperanza. Hoy me he levantado con ese nuevo libro en la cabeza. 

21.1.25

El cordero en Broadway

 


Lana de cordero bajo mis pies desnudos, recita el juglar. Alguien llama a quienes se arrastran por las alfombras. Son criaturas frágiles, ansían que se les asigne una trayectoria. Se desplazan abrumados por la soledad. No se ven entre ellos. A lo sumo, escuchan pequeños indicios de cosas que se resquebrajan. Una salamandra que se precipita al fuego. Busca la paz en las llamas. Detrás de la luz están la cámara de las 32 puertas de madera pesada y el cordero yaciendo en Broadway. La lana suave y cálida bajo mis pies desnudos. Hay un vellocino de oro al que se aferran las pulgas. Hay que entrar para salir. Hay que echar raíces. Los superhombres de maneras correctas se mantienen en kriptonita. Las vírgenes necias se ríen. Podéis llamarme Rael. No responderé, pero no hay otro nombre del que pudierais valeros para que yo os escuche. Ni los que se arrastran podrían. Ellos, los ciegos y los muertos. La música sugiere que el camino de vuelta a casa no será dulce, a pesar de la fragilidad de la melodía, que parece venir desde fuera del tiempo e ingresar en él con la fiereza de lo que desea extenderse, ocupar el cielo, enredarse en el agua, comprometer el silencio hasta que todo cesa y regresa la incertidumbre.






Historietas de Sócrates y Mochuelo / 20


Llover es una circunstancia voluntaria, llueve con anticipación. Puede caer una tromba de agua sin que apreciemos una sola gota.  Hay quien sabe cómo hacer caer la lluvia o que fulja en el cielo el fuego y el oro del sol. Basta con que decida que el día es gris para que el gris irrumpa. Los pesimistas tienen una paleta cromática de grises. Nunca entendí lo de los colores. Que algunos influyan en el ánimo y otros, a capricho del observador, no. Sí que alcanzo a comprender que alguien (Mochuelo, tú que lees, yo que escribo) prefiramos el pesimismo para que la comisión del fracaso no dañe tanto. Uno sanciona el optimismo premonitoriamente. Cree estar cobijado en ese derrotismo. La fatalidad puede bosquejarse, hacer de ella un mapa y aprender a movernos por él. Que llueva o no es lo de menos. Lo que vaticina Mochuelo es el advenimiento del mal por el mero hecho de que el bien escasea. Parece que el escrutinio al que se aplique se zanjará adversamente por lo que cuenta más habituarse, hacer que el gris comparezca antes siquiera de que abramos los ojos. Y Sócrates se alboroza con el oro de la luz y saluda al sol con el pecho henchido de esperanza. Qué iluso, qué listo. Al final, piensen lo que piensen, se van a mojar los dos. 

Dietario 17 / El abrazo de los libros

 


Dormir a deshoras no contribuye a un clima de modélica felicidad familiar. Lees cuentos de Chéjov a las tres de la mañana y te acuestas más feliz, es cierto, pero te acuerdas de ellos durante el resto del día y te cuesta hilvanar el traje de las cosas, esa rutina diminuta de asunto irrelevante que, trenzado a otro y a otro, viste la vigilia. El insomnio es un estrago al que se le puede sacar provecho. Sucede incluso que el provecho sea el que provoque el estrago. Como el animal que se alimenta de sí mismo hasta que se vacía. Pienso en Rilke y eso de que todo a lo que se entregaba se hacía rico, dejándole a él pobre. No hay creación a la que uno se entregue que no lo merme. Todo lo que nos enriquece cobra peaje. Cada pequeña cosa que hacemos exige su tasa. Ahora mismo, a poco de salir a la calle y marchar al colegio, pienso en Chéjov y en el altísimo placer que anoche me procuraron sus cuentos, en el perrito con su dama, en el alguacil en la ópera, en su contar tanto en tan escaso despliegue de medios. Pienso en la derrota de hoy, no será otra cosa, en el sueño aplazado, en las cosas a las que me entrego y en cómo me desarman y me consuelan, en el trabajo que amo (cada día más, con más fuerza, por poco que me quede en su desempeño) y en cómo me hace rico y me despoja al mismo tiempo. No quepo en mí de gozo. El de hoy es un día gris, es frío, es de los que hacen que te den unas ganas enormes de sentarte con todos los cuentos de Chéjov y no levantarte hasta que has despachado el último. Luego (pensado con calma) desechas que puedas ocupar un día entero leyendo. Anoche hubo lectura abundante y todavía hoy la festejo. Leer es aplazar el silencio. Hoy es el día mundial del abrazo. Lo dicen como si algunos no lo supieran y tuviera que recordárseles. 

20.1.25

Dietario 16 / Quererse uno


Al alma apetitiva la izan hacia el júbilo cada vez más extraviadas golosinas. No deberá uno prevalecer las propias sobre las ajenas. Podría suceder que alguien juzgue las mías y las considere peregrinas o desquiciadas o vacías. Cree uno haber entrevisto en los gustos de los demás algo que se parece a los privados y mantenidos. Trabajo a destajo para que mis vicios consuelen la parte de mí que no se resuelve cuando faltan. Si traigo al vicio no es porque conculque alguna virtud a la que el sentido común deba arrimarme, no el errar adrede para el solaz íntimo, sino el triunfo de una especie de voluntad hedonista, que procura no causar daño a nadie y se esmera en perseverar, en alcanzar un cierto grado de excelencia. Y sí, soy licencioso en muchas disciplinas de la sensibilidad o del placer. No sé si me corrompen. Tendría que pensarse si había algo que malograr, si hay algo que deba cuidarse y no exponer a la intemperie de la realidad, que es levantisca y se obstina en contrariarnos (uso un plural interesado) cuando descubrimos algo que nos entusiasma, aunque desoiga a la cordura, qué será eso, y se haga casa en mi casa y yo (nosotros, cualquiera que sepa y entienda) aplauda este anhelo de entenderme. Hoy he descubierto la bondad de una tarde sin otro compañía que un libro y una chimenea cerca. Y me he sentido colmado como hacía tiempo que no sucedía. Todos esos vicios pequeñitos, ese quererse uno de vez en cuando. Habría deseado que la tarde durase un día entero, un par de ellos, si se me concede. Cuando concluyó la lectura, renové los troncos en la chimenea y miré el fuego como quien mira un espejo.

Historietas de Sócrates y Mochuelo / 19


 Es de Borges la historia de un hombre que se arroga el recado de poblar su cabeza con imágenes de castillos, de ríos, de árboles, de tronos, de pájaros, de libros, de nubes y de personas en la pretensión de dibujar el mundo. Antes de que concluya la tarea, que es infinita y no se deja conmover por los instrumentos del hombre, descubre que ese laberinto de líneas y de volúmenes pacientes dibuja la imagen de su cara. Escribo de memoria, cuento con las palabras que reemplazan a las palabras que no sé traer. Tal vez nunca podamos saber quiénes somos ni sea legítimo decir que hemos llegado a ser lo que somos. La propia elección de las formas verbales con las que restituiremos el pensamiento para que lo entienda el que lo escucha y hasta quien lo pronuncia (el participio conclusivo o la elusiva perífrasis) promulgan un transcurso, una especie de camino a cuyo término, en el mejor de los casos, se resolverá la incógnita de su propósito.

 Cuando nuestro pragmático Mochuelo decide dar con quien es, al modo del hombre de la historia de Borges, no piensa en castillos, ni en ríos ni en pájaros, no espera nada, no ve su rostro acabado y cabal, tan solo traza un bosquejo de algo de lo que no sabe mucho, razonando finalmente (tampoco este verbo da cuenta de lo que de verdad hace Mochuelo) que ser uno mismo es un anhelo costoso, al menos. No podría asegurarse que, aparte de la laboriosidad de la empresa, se adquiera algún tipo de conocimiento sobre lo indagado en su desempeño, no hay nada fiable con lo que quedarse. Ni siquiera precisa que Sócrates escolte su travesía por la incertidumbre: él se basta, él únicamente entrar en ese mar proceloso en el que no atisba costa a la que confiar el cansancio de sus músculos. No habrá quien haya arribado a la orilla, da igual con qué empeño persevere en el nado, con qué fortuna bracee, qué lúcidez mueva su cuerpo mientras lo abate el agua. Y conforme se desplaza, esto es, conforme se va viviendo (otra perífrasis, otro fracaso del lenguaje, un verbo debe auxiliarse de otro, una palabra debe recabar el concurso de otra) termina aceptando que no puede entender qué cosa será (aquí reclamo el futuro para transcribir lo indefinido, lo arcano) el tiempo, qué será Besonías, qué será Mochuelo, qué seré yo, qué será Borges.



 

 


Enciclopedia de la piedad subjuntiva

 




Quise dar con el cielo antes de que lo entenebreciera el barro de los ángeles. Supe de las iluminaciones por el escrutinio de la sangre. Escribo contra el tiempo para que soñar no sea un desquicio de caballos o una clase de anatomía forense en la que el cuerpo ofrecido a la ciencia tenga el mismo roto que el de mi voz cuando pronuncia la muerte. Me gustan las canciones en las que se liba algo. Una flor. Un pulpo. Una guerra en el Peloponeso. Hay días en que creo firmemente en las oraciones subordinadas, en los trenes que meditan perderse en la distancia, en los hijos crápulas de buena familia que de pronto contemplan la vagina del aire y se engalanan con tafetán suavísimo. Días en que el ánimo solo pide el regreso a las culturas mesopotámicas. El pasado es siempre obsceno. El pasado es una mercancía, el presente es una dádiva, el futuro es un cuento de ciencia ficción. Los palafreneros de los palacios ducales son impúdicos, son adorables, son cultos. Vi a uno que tenía el apresto de los linajes antiguos. Recitaba a Keats con sobriedad. Parecía que los estros lo guiaban. En un Lidl que acaban de abrir cerca de mi calle venden libros de salmos. Los trae un comerciante libio que abrazó el cristianismo en un crucero por el Jónico. Se llama Abdul y no domina el español. Dice azafrán, cábala, Pentecostés, masacre, populacho. Abdul dice oír crujir el mar al besar el vientre de su amada. Dice que el mar es una ola que no descansa. Dice todas esas cosas con un pudor que se parece al de la luz cuando arroja luz a la sombra. Nací antes de las grandes tormentas. He bebido los cielos de Cartago, he comprendido la mecánica de los cuerpos celestes, he sido hueso, sílaba, semen, párvulo. Tengo fe en la extensión de los campos. Tengo un hijo taxidermista. Tengo un gemir suave. Todas esas circunstancias explican el porqué de los glaciares. Ese fluir da la medida de mis alveolos. Esa trama de causas y azares. Ese brusco batir de alas. Ese pulso de luz. Ese meandro. Pero hay futuro en las palabras. Abdul me ha dicho sigue. Un hombre con un abrigo leonés de buen paño me ha dicho eres un ser adorable. Una niña que leía literaturas germánicas medievales me ha dicho fluye. El pueblo se ha echado a la calle. Esgrimen fuente, aducen vehemencia. Trémulo, el aire se desdice. Una anciana cuenta los días desde que vio por última vez un pato. Se puede hacer un mapa de la soledad. Uno del agravio o de las orquídeas que pueblan el sueño de una virgen. Grandes catedrales serán construidas para que el tumulto sea un susurro o para que el silencio devenga una tormenta. Una deidad reconocible paseará las calles. Saludará a los creyentes, beberá en las tabernas el vino de la tierra y comerá la carne de las reses. Tendremos un orden celestial bajo los árboles. Será hermosa la congregación de los fieles cuando, a la caída de la tarde, unas nubes anticipen el dibujo de un carnero de oro en el cielo. Yo leeré en el escolios la verdadera historia de la piedad, el sobrecogimiento del corazón al verse abrazado por la ternura. 

19.1.25

Dietario 15 / Puro espíritu

 Hay que saber de qué convalecer. Como una especie de ligera enfermedad elegida de la que se salga a voluntad y en la que encontremos algo de lo que se nos contó que sería lo más parecido a una especie de descanso, un receso en la brusca briega de la vigilia. Todo así muy cogido con pinzas, un volunto sin más importancia que, sin embargo, se anhela como despertar cuando un sueño nos ha hecho padecer muchísimo. En la postración, en esa disposición ergonómica del espíritu, invocar a alguna deidad favorable que sea hospitalaria y nos abra los brazos con maternal arrullo y nosotros dejemos que los brazos hagan su labor para que los nuestros se recompongan y con los brazos también lo que no es cuerpo sino puro espíritu. Y no tener nada que hacer ni que nadie espere que hagamos algo, convidarnos de pereza, bendita ella, alejarnos para regresar con brío nuevo. 

Historietas de Sócrates y Mochuelo / 17


La risa es siempre algo interior, aunque se manifieste a veces con contagiosa o intimidante brusquedad y los demás sepan de ella con esa ferocidad pública. La solicitud de querer ver sonreír a alguien es casi como un abrazo en el que no participa el cuerpo y tras el cual se confía en que el buen ánimo permanezca y se desvanezca cualquier quebranto que haya hecho casa en nosotros, no es infrecuente eso. La risa rubrica una armonía entre el alma y el cuerpo. Reír es un acto de fe en el mundo, una constatación de que nada de lo que nos haya hecho duele incesantemente, siendo muchas las cosas que nos hace y, con franca probabilidad, muchas las que guardará para perturbarnos o, en las peores, hundirnos. La risa es la revocación del tiempo, aunque esa victoria sobre la elocuencia de su dicterio dure poco, apenas un instante, pero qué extraordinaria esa sensación de plenitud absoluta, qué sanadora y didáctica. Importa escasamente que sea más tarde ajusticiada por la intemperie de las cosas, por la propia convicción de que la sombra depondrá el imperio de la luz. La solicitud de Sócrates es de una ternura que sobrecoge: anda, ríe, da igual que no estés contento, aparéntalo, verás cómo la risa se hace fuerte en el pecho y el cuerpo entero te lo agradece, Dicen los que saben que la risa elimina el insomnio, el estrés, la bilis, que es analgésica y hasta evita el estreñimiento. Mochuelo, no la escondas, haz que aflore, ya verás lo adictiva que es. Y la criatura, indolente, flemática, con esa cachaza de quien vive en la despreocupación, sentencia como suele, acomoda la risa en la intimidad, sin que se precise exhibirla, sin que el gozo que depara se perciba como un repentino acceso de felicidad. Y tal vez él no desee inclinarse ante lo humano y parecerse cada día más a su entusiasta amigo. 



Dietario 26 / Las palabras

H ay que elegir bien las palabras, acomodarlas, conferirles el aura de afección suficiente para que impregnen otras que les vengan cercanas ...