No creo en que escribir requiera un rito. Las palabras siempre están a mano. Unas van tirando de otras, se buscan, ajustan su brillo, administran el contorno hasta que ocupan el lugar que les corresponde. El hecho de que se las nombre hace que existan. Se incorporan a la realidad, la cincelan. Es posible que el texto ya estuviera y uno únicamente se encargara de apartar la bruma y adecentar las partes vistosas, las que más se impregnan y con más visible ahínco nos interrogan. Como el escultor que extrae del mármol lo que nadie ve y el mármol esconde.
Mann hizo de su literatura una crónica del declive, un inventario pormenorizado de cuanto alienta o contribuye a que esa decadencia prospere con el fulgor de lo reservado a lo espléndido y vivo. La montaña mágica (inolvidable Hans Castorp y el sanatorio en Davos) debió alimentarse de esos apuntes. Yo la querría haber escrito y no Mann, pero todavía puedo envalentonarme y ser Pierre Menard en este ocupado domingo de ramos. Sé que es una novela sobre las enfermedad o sobre el aburrimiento o sobre la disipación considerada una de las nobles virtudes del género humano, pero la novela avanza con mórbida seguridad y las mil páginas (tantas serán) parecen ocupar un otoño entero, aunque las hayamos franqueado en cinco días (enfermos, aburridos, disipados días).
En las notas de Mann, las que propiciaron algo de su obra publicada, habrá otras novelas ocultas, invisibles. Me pregunto si en mis notas (ahora escribo en el móvil, ese es mi cuadernito rojo de anillas y pasta dura) estará mi novela. Trata de algo que no alcanzo a comprender, pero sé que tendrá sentido y hablaré de ella a tres amigos. Uno escribe para tres amigos. A veces poemas o cuentitos o una novela.
Estoy pasando un bache, un revés, un agujero, un no sé qué me pasa, que ni yo mismo me entiendo, escribió Aute, ahora lo escribo yo. También habla del tiempo y de la enfermedad. Habla de Ingrid, que ha venido a casa y mamá ha dejado que suba y vea mi convalecencia. No ha habido hoy forma, al releer las cincuenta escasas páginas que llevo escritas, podrán ser cien, no sé cómo contar páginas (una podrá valer por tres y otra restar al conjunto y adelgazar el cómputo), de dar con un título. Ruego perdonen si alargo las frases. No es adrede, no sé con qué podarlas, aunque lo cierto es que me agrada en ocasiones que se extiendan. Semejan una apnea de Dios. Si luego irrumpe el título (esta noche si no me visita el sueñi) escribiré con más ardor. Ninguno tan redondo como el de Mann. Debió ser un infeliz Mann. Se ve al leer que escribía para no pensar en su desdicha.
En la elección de los títulos intervienen circunstancias extrañas. Hay cuentos que provienen del hallazgo de un título deslumbrante, de los que te parecen perfectos y a los que intentas acoplar una trama pareja, pero te puedes tirar horas, reemplazando unos por otros, creyendo que uno ha superado la criba definitivamente para más tarde comprobar que ha caído y no te agrada, hasta lo consideras pésimo. No creo que hoy resuelva mi propósito, el del título para mi novela. Manejo tres, dos muy parecidos. No será ninguno de ellos, tendré la epifanía cuando no me lo espere y me asaltará en el lugar menos propicio, no sé, en la cola de la charcutería (hace falta embutido en casa) o en la cama, cuando se te empiezan a nublar los ojos y la mente adquiera esa cualidad asombrosa de ver al tiempo lo velado por los sueños y lo revelado por la realidad. Sé sin margen de duda a quienes se la daré, esos primeros lectores que siempre serán temibles. Tengo tres o cuatro insobornables. Ellos lo saben.
Seré escritor para aplazar la certeza de mi desdicha, me pregunto. Seré Castorp, ese joven alemán que ya se me empieza a desdibujar en la memoria, en el invierno en Davos, en ese sanatorio en el mismo limbo, al aventurarse en la nieve con la sangre ocupada de Oporto y el alma soñando con la muerte y burlándose de ella.
Escribir es dolerse del aire al entrar y salir de los pulmones y, no obstante, no dejar de respirar. Por lo demás, nunca querría ser Castorp, deben ser aburridas esas clínicas temerariamente surgidas entre montañas suizas.
Ser Thomas Mann el tiempo indispensable para escribir La montaña mágica tendría su punto. He visto fotos suyas y amedrenta esa cara sin sentimentalismo alguno, como comida por alguna devastadora afección particularmente dotada para retirar de las facciones cualquier atisbo de ternura, uno de esos rostros que manifiestan a gritos no haber tenido infancia.
Yo no querría ser Thomas Mann. De hecho, ni tengo una familia que favorezca una rica vida interior de la que más tarde extraiga episodios dramáticos, pasajes de una hondura humana inconmensurable. La mía es de una sencillez maravillosa. Es admirable su poco aprecio a la extravagancia. Nunca sucedió nada en ella que no pudiera haber sucedido en la tuya. A lo sumo, podría echar mano de alguna de esas historias que contaba mi abuela Luisa, tan narrativa ella. Escribo porque mi abuela contaba historias.
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