2.3.23

What a wonderful world

 


    Fotografía: Art Kane  / Louis Armstrong en el desierto de Mojave, 1958


No se podrá saber qué andaría pensando Satchmo en el desierto de Mojave en 1958. Si sería el cansancio el que le abrumaría el semblante, alicaído, como de no tener claro si seguir o hacer una pausa o retirarse y dedicar su tiempo a quehaceres menos públicos, de calado más privado. Uno cuenta con la valentía de que gente como él desoyera las admoniciones de todos los augures y se embraveciera, acometiendo aquello para que lo estaba naturalmente dotado. Habrá que convenir que el genio tiene un momento de flaqueza, una especie de epifanía en la que todo le conduce a admitir una retirada o a ponderar las ventajas de tocar en casa para los íntimos. Ya he hecho bastante, se diría. No es vida ir de ciudad en ciudad, empapando el pañuelo en sudor, soplando como si Dios me susurrara al oído la necesidad de que no desfallezca, repitiendo una y otra vez las mismas canciones, los mismos gestos al restituirlas en un escenario. Al final es la fe la que nos hace felices a todos, esa fe encontradiza a veces, huidiza otras, de la que se extrae un único designio: el de la cumplimentación de un formulario que no se acaba nunca de consignar, el de la belleza misma, que está en la periferia del alma y que, cuando se arrima a ver qué hay ahí adentro, se pasma de que nadie le dé el predicamento preciso y se crea que todo es espectáculo, negocio, caja y frivolidad. Satchmo es un hombre de fe. Creerá en Dios, en sí mismo, en el milagro de que cada noche emboque su trompeta para que los santos vayan marchando, salude a Dolly, la vida sea un cabaret y el mundo sea maravilloso con sus árboles tan verses, con sus rosas rojas, con sus nubes tan blancas y sus cielos tan azules. 

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