I
Todo lo que le concierne a los hombres me concierne puesto que soy uno de ellos, pero cuando cae la noche sobre la calle Bourbon no tendré piedad ni podré discernir qué hay en el bien que me haga apartar el mal. Escondo bajo el ala de mi sombrero el ojo de una bestia. No sé contener el vértigo de la sangre, tampoco querría. Amo lo que destruyo, destruyo lo que amo. Fui un cordero inocente antes de que se me maldijera y caminara bajo la pálida luna. Tengo el rostro de un pecador y las manos de un sacerdote. Imparto la eternidad, me dedico al tiempo. Dios no me escuchó cuando le imploré. Le pedí que atendiera mi dolor, lo devastara y me liberara. Nueva Orleans es el infierno en la tierra y yo soy el emperador de las sombras. Esta es la canción de un vampiro. Otro la cantará para que yo no muera del todo. Pediré en balde que se alivie mi quebranto, daré mi vida si ese sacrificio clausura este andar bajo la luna en la calle Bourbon cuando la noche dispensa sus horrores y los monstruos caminan junto a los muertos. El vecindario del barrio francés cantará en las galerías los salmos de la absolución. El cielo juzgará la música atroz con la que bailé durante siglos. Todo seguirá como fue, todo será como es mientras haya una luna sobre la calle Bourbon.
II
Algunas canciones parecen tener vida propia, no se avienen a que sean únicamente una melodía a la que se la afincó una letra. Son para algunos que las adoramos una parte de nosotros mismos. Más que música, son un estado de ánimo. Hay libros y películas que exhiben el mismo músculo emocional o la misma tensión narrativa. Puedes estar años sin que las retomes, pero las tienes en la cabeza, piensas en ella cuando algo extraordinario (feliz o triste) sucede. Dice Sting que comenzó a pensar en la canción cuando caminando por el barrio francés de Nueva Orleans creyó que le estaban siguiendo: le entró un pánico parecido al que cree en los vampiros y nota una presencia ominosa en el cuello o un frío absurdo en el aire, aunque el verano se desplome sobre las calles o sepa íntimamente que los monstruos no existen. Lo más parecido a ellos son los hombres (también tendremos mujeres, son tiempos de igualdad hasta en el crimen) que no poseen ni escrúpulos ni miramiento para ejercer el mal con colmo de voluntad o con absoluta ausencia de arrepentimiento. Será siempre mi canción favorita de Sting. Tiene ese tempo de cosa de vodevil que no se parece a ninguna otra que yo haya escuchado o de jazz muy exquisito tramado en la intimidad de un tugurio en el que pululan tahúres, fulanas y músicos negros. Esta versión es también mi favorita, si se excluye la original aparecida en The dream of the blue turtles, el disco de debut de Sting tras cerrar la gloriosa etapa con The Police. Sting canta como si el espíritu de Louis Armstrong le dictara el fraseo y fuese él quien lo suplantara o como un Tom Waits ebrio y lúcido que rememora sus tiempos de crápula en los bajos fondos. La trompeta de Chris Botti, no un músico de jazz cuajado ni de la élite que cualquier aficionado nombraría, pero pulcro y profesional, hace que la voz de Sting viaje con desparpajo y emoción.
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