Music for the masses, DM
No hay manera de saber la razón por la que todos disfrutamos las mismas cosas. Deberíamos tener gustos individuales que nadie comparta. Cada uno una debilidad íntima, que no sea la de los otros o que no despierte el mismo interés, ni siquiera interés público alguno. En cierto modo el hecho de que exista esa afición común, la de ir a la playa o visitar un museo o escuchar un concierto de música sinfónica o sentarnos en las terrazas y tomar un vermut, hace que no seamos tan exigentes, se diluye la responsabilidad, se rebajan en cierto modo las expectativas, y no es tan importante que la playa no sea la que esperábamos o que el museo no tenga los cuadros que deseábamos ver o que el concierto no tuviera los intérpretes idóneos o la terraza no nos entusiasme. Se comparte la decepción y esa división hace que el daño no sea tan evidente o que no haya ninguno incluso. Somos masa pura para lo bueno y para lo malo. Cuando pienso en qué tengo yo que sea enteramente mío, de lo que posea una propiedad de verdad privada, que no suscite la inclinación o la devoción ajena, no encuentro nada a lo que acogerme, ninguna cosa que me apasione y de la que tenga la sensación de que es rara o de que no alienta el favor popular.
Antes de que se derrumbara a peso el calor sobre mi pueblo, salí a pasear escuchando sinfonías. Me acompañaron Mahler, Dvorak, Mozart... Desea uno euforia sin interrupción. Que todo acoja ese deslumbramiento o ese milagro repetido de sentir placer. Prefiero la periferia, me siento bien lejos del mundanal ruido, ocupado en sentirme hospitalario conmigo mismo, consciente de que todos estos años de trasegar con mis manías han tenido alguna utilidad de la que ahora pueda extraer algunas más, por ver de qué soy capaz. Si podré entrar en contacto con el budismo o con el cine ruso del primer tercio del siglo XX (del otro, salvo el gran Tarkovski) o con el nihilismo o la paleontología. Si dejaré de sentir alegría cada vez que escucho valses de Strauss y me aficiono a la tristeza de la sinfonía número 5 de Mahler, que aprecié hace años y a la que vuelvo con absoluta reverencia Todo lo que no he hecho me apremia. Todo lo que no sé me reclama. A veces esa urgencia se retrae y tan sólo se desea un receso, una especie de blindaje contra la realidad, un camuflaje válido, un estado de invisibilidad y de clausura. Ni Mahler ni Tarkovski. No conviene ingresar en la desgana si no es estrictamente necesario, no está siempre uno con esa voluntad un poco excéntrica, en la que se administra a conciencia la pesadumbre, por ver cómo encaja, por observar de primera mano sus efectos.
Uno es muchos, no somos el mismo a tiempo completo, no es bueno ni siquiera que seamos únicamente esa unidad estable, indivisible, como hecha un grumo sólido. Qué placer ser los demás, probar a ser otros, exponerse a las costumbres ajenas, darse sin que nos demos de verdad, involucrarse a medias, como guardando una porción personal en la confianza de que podamos sacarla y andar de nuevo a nuestro paso, al aprendido, al probado durante años. Qué enorme placer salir de nosotros mismos a capricho y saber el camino de regreso. Ser dos personas diferentes y que ninguna sepa nada de la otra. Esa ficción narrativamente tan golosa. Como todas. La vida da sus previsibles raciones de luz y de sombra. Nos acogemos a esa tornadiza danza. La miramos con recelo, con ímpetu, con temor, con amor.
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