A veces tengo la fantasía de que acudo a mi médico de cabecera y le pido asilo teológico, así que hace unos días me armé del valor del que casi nunca dispongo y pedí cita por Internet. Me prescribió un jarabito y unas grageas que no subvencionan la Seguridad Social. No salen baratas, pero alivian mi zozobra espiritual y así afronto con el entusiasmo de antaño los días y las noches, bien atrincherado en la certidumbre de la fe, en su cobijo perfecto, a bien con Dios y con su arcangélico coro celestial, protegido contra lo más crudo del crudo invierno. Mi médico de cabecera no sólo te receta paracetamol y antiheptamínicos: es un fiera en eso de detectar una fractura moral en el alma. A mi vecino Cristobal de la Cruz , que perdió la fe hace un par de años cuando un desgraciado accidente se llevó a su hija Luisita, le recomendé que visitara a mi médico de cabecera, que tiene una lucrativa consulta privada un par de calles más arriba, y regresó con la fe restituída y un candor en la mirada que sólo podemos apreciar en las almas más puras y en algunos críos. Cristobal ya no zanganea como solía, no pone el home cinema a pleno rendimiento y hasta se preocupa de mis achaques, hasta me recomienda unas hierbas muy milagrosas que le traen de Suiza por un primo suyo que trastea en Ebay en busca de esos chollos.
La otra fantasía con la que en ocasiones entretengo mi ocio pequeñoburgués consiste en pedirle a mi médico de cabecera que me recete algún fármaco que me libere de creer en Dios cuando la suerte me sea adversa o la desgracia entre en casa como entró en casa de mi vecino Cristobal. cuando lo de Luisita. Como la ciencia avanza a pasos agigantados, me ha comentado que esa medicina está al caer. Hay laboratorios suecos que andan en eso. Ponle tres años, hombre, me ha confesado. Es más fácil perder la fe que adquirirla, pero la ciencia farmacológica carece de humanidad y une sus moléculas con antojadizo capricho. Le he pedido que mientras la investigación avanza, me procure algún paliativo fiable. Me dan unos terribles dolores de fe en el costado cuando veo los accidentes de avión en el telediario. Se me reproduce el ardor de estómago de hace veinte años en cuanto leo libros demasiado laicistas (creo que se dice así) o escucho en las tertulias de la radio a los cuatro anarquistas de la moral de siempre con su tropelía de desacatos contra el orden y la precisa ley de Dios. Es que les escucho y se me empiezan a desordenar las ideas. Hace unos días, sin ir más lejos, uno de esos excomulgables sostenía que Dios estaba en el cerebro. Y entonces apagué la radio y la luz del flexo de mi mesita de noche y vagabundeé por las circunvoluciones cerebrales durante más de dos horas. Busqué en la memoria y en los huecos que la memoria deja cuando no tiene empeño en recordar lo que no le interesa y no hallé a Dios por ningún lado. Me levanté de un brinco, iluminado por una visión repentina, y no tardé en encontrar un librito muy recomendable de San Agustín en donde razona cómo la fe derrota a todos los demonios de las cavilaciones y en esas letras me dormí a altas horas de la madrugada, contento de amor por Nuestro Señor. Por la mañana encontré a mi vecino Cristobal en el rellano de la escalera, nos deseamos buenos días y nos emplazamos a echar una tarde un café con algunas lecturas de vidas de santos. La hagiografía es medicina Sabra, me confesó en la cola de la charcutería. Tengo unos libros que un primo mío me ha regalado viendo lo fuerte que me ha dado esto de la fe, querido vecino. Hemos quedado en que me los presta en cuanto los acabe. Dice que lee rápido. Que si algo le interesa, lo devora en pocos días. Al dejarlo en la cola, entre el empastillamiento que llevo y el dolor de cabeza literario, me ha dado un pinchazo en el corazón que me ha puesto los huevos de corbata, pero le he restado importancia y le he pedido a mis queridos testítuculos que regresen a sus nobles bajos y no se muevan de allí bajo ninguna circunstancia, ya sea terrena o celestial.
Ha durado poco la fiesta celestial de mi vecino Cristobal. Se administraría mal la posología. Anoche ,he aquí el motivo de mi depresión, el entero motivo de esta confesión teológica, volvió Cristobal al home cinema y atronó la paz y el espíritu de concordia de la comunidad con una edición 5.1 de 24, con ese Bauer implacable, como un poseso, acribillando hostiles. Además su mujer ha vuelto a tender la ropa mojada en el patio comunitario y moja la mía como antes de que la palabra de Dios refrenara esos malos hábitos. Se ve que las obras buenas que se hacen por los demás no son durables. Se ve que el alma es volandera y no hace posada en la rectitud ni en el santo decoro, en fin. No pasa de hoy que le echen del trabajo y regrese al zanganeo de antaño. Dejará de saludarme en la escalera y estará al acecho para que en la primera reunión de vecinos cuente cualquier barrasada a propósito de mis limpias costumbres domésticas. Ninguna escandalosa, ninguna recriminable. Me limito a encender mi escandalosa pantalla plana y hacer zapping en busca de contenidos que alivien mi zozobra espiritual. Ningún canal me satisface enteramente. Ni siquiera unos documentales preciosos de National Geographic (o era Discovery Channel) en donde un reportero recorre el mundo buscando gente que ha visto a Dios en los lugares más insospechados. Una muchacha de piel trigueña y ojos pizpiretos que me pareció de especial belleza se consolaba con la idea de que Dios se le aparecía en sueños y que le hablaba en un lenguaje cercano y transmisible. Lo malo es que luego no recordaba nada de lo soñado. Por eso duermo dieciséis horas al día, por eso no aprecio la vigilia, dijo con una sonrisa preciosa y un mohín de bizcocho de crema.
Si los científicos suecos tardan mucho en encontrar el fármaco que me devuelva a mi habitual condición del espíritu (mezquina cuando hace falta, ladina en ocasiones, huraña como pocas) creo que busco yo alguna solución casera. Aunque sea en Ebay. Ahí estaremos en igualdad de condiciones. De verdad que no merece la pena esta vida azarosa y huidiza en valores . Admiro a los que creen con firmeza y asisten a los oficios de misa y besan las estampitas de los santos. De ellos me quedo con la certidumbre con la que conducen sus vidas. La mía, ah la mía, está más que dolida. No le encuentro asidero a las horas. Me entretengo con poco y me entretengo mal. No sé cómo aliviar esta pesadumbre que me azora. No salgo con los amigos, no disfruto en casa como solía y, para rematar mi descalabro emocional, hay días en los que considero leer a Paulo Coelho, que me han dicho que tiene recetas que elevan el espíritu alicaído y frases grandilocuentes y hermosas, de esas que se pegan con imanes en los frigoríficos, que valen por seis consultas con un buen psiquatra. Mañana mismo salgo al Corte Inglés y me compró alguno de esos libros. En cuanto los lea, si de verdad enmiendan mi desatino, se los presto a mi vecino Cristobal. O eso o entro a saco en su casa, echo gasolina en su home cinema y le prendo fuego. Las llamas avivarán mi fe. Yo, Cesáreo Casto Benavides, en pleno dominio de mis facultades mentales, lo expongo aquí y me someto al albur de la providencia.
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