Era de nieve el crepúsculo, sollozaba el viento en las copas de los árboles, un coche a lo lejos tendía luces al infinito y mi cuerpo sentía el temblor de un temblor, un eco antiguo erizado de un eco nuevo. Grandes masas orquestales que se precipitan en un silencio anterior al tiempo. Luces contenidas en un depósito de esperanza pura. El hombre cae en la cuenta de que el fardo que carga no lo precisa. Está bien que lo abandone y se instaure el olvido. Prosigue su camino. Sus manos precursoras palpan en lo oscuro la inminencia de un milagro. Es la hora de las palabras. Ha llegado la hora mineral, la gran hora sin maquinaria que somete el azar a un pulso siniestro, que comete imprudencias del tamaño de un corazón sin amarre, que escribe convulsos versos de amor con menuda caligrafía de principiante. Ha llegado el corazón más humano a conveniencia del que escribe, varado en la trágica evidencia de estar perdiendo la inspiración y avizora el mundo con muda vocación de hallazgo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario