10.3.23

Leer poemas

 Nunca he sido de declamar versos propios. A los ajenos me acerco con otro afán, me esmero con más ardor, si es algo de ardor albergo, considero que el trabajo de los otros debe reclamar incesantemente el mío y hago como que imposto la voz o como que, más que leer, interpreto. Hay lectores de poesía que se me atraviesan como alfileres pequeñitos. Soy capaz de apreciar un poema y venírseme abajo si se me lee con esa vehemencia con la que, en ocasiones, algunos creen estar dando lo que el poema no exige. Siempre he pensado que la poesía es de leer sin abrir la boca, aunque contenga música y los versos trencen una melodía en la cabeza. Es mi música, es mi cabeza. No soy de rezar, pero si alguna vez me envalentono y la fe me posee como una llama dulce, no querré escuchar a nadie rezar a mi lado, ni yo rezaré junto a alguien. Me gusta la literatura privada, la fe privada, el amor privado. En cuanto hay una obligación de manifestar de viva voz (se dice así, como si la voz pudiera verterse sin que la vida la ocupe) algo para que los otros lo pesen y lo midan, me arredro, no me siento cómodo, aunque lo hago, concedo esa licencia y hasta (a veces) disfruto mucho con mi atrevimiento. He recitado en muchas ocasiones con variada fortuna. Siempre he creído no estar haciendo algo que me satisface. Como el pianista que no puede ejecutar sus piezas favoritas porque la artrosis le devasta los dedos. El amor no decae, pero se retrae, no tiene consigo la voluntad de conformar una representación acorde a la magnificencia del repertorio. El poema, leído sin brillantez, lo malogra. El poema, no leído en voz alta, atraído al silencio, pensado y escuchado en la intimidad de ese silencio, esplende, da de sí lo extraordinario que contiene, todo ese antiguo oficio de hilar unas palabras con otras hasta que la belleza juntamente con la emoción lo ocupa todo. Es un arte leer poesía. Hay quien lo hace con absoluta honestidad, con colmo de magisterio, con esa delicadeza con la que a veces nosotros mismos nos tratamos cuando sabemos que estamos en la cima de algo y que cuanto vemos nos pertenece y nos hace felices. 

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Un aforismo antes del almuerzo

 Leve tumulto el de la sangre, aunque dure una vida entera su tráfago invisible.