11.3.23

100 canciones / 11 / So what, Miles Davis, 1959


 

La niña (hay dos) mira quién toca el piano, quién la batería. Tal vez no tenga las herramientas que descerrajen las palabras y se comprendan. Las palabras son oscuras y temibles cuando no se sabe leer. Pueden encerrar monstruos. La portada no es la alegría de la huerta: una cara negra en un fondo negro, los ojos entornados. Carece de los colores con los que suele entretenerse, toda esa sublime opulencia de las cosas cuando se las mira con los ojos del asombro o los de la fascinación. Más que otra cosa, en la espléndida portada a ojos adultos, se aprecia la negrura, desmentida por el metal de la trompeta, bien embocada. No se sabe en qué momento se produce el resplandor de la belleza ni cómo se adentra y ocupa lo que antes era un erial o un hueco triste o solo. El disco que gira en el plato, girando, le estará produciendo una zozobra dulce y áspera al tiempo. También con la edad se percibe esa ambivalencia: lo dulce y lo áspero, el candor y la violencia. La belleza no tiene un patrón, carece de nomenclaturas, no se aviene al discurso de las palabras, las esquiva, se prefiere en lo inefable, en el estupor, en la ensoñación. La niña se está dejando conmover, aunque se arredra, no hay nada en la melodía que la haga entusiasmarse, entender que se está divirtiendo o no entenderlo en absoluto, pero feliz por ese cosquilleo en la boca del estómago y esa sonrisa levísima con la que agradecemos la restitución de la dicha. Hay una especie de contención voluntaria. Miles Davis la trompeta, Cannonbal Adderley en el saxo alto, John Coltrane en el tenor, Wynton Kelly y Bill Evans en el piano, Paul Chambers al contrabajo y Jimmy Cobb a la batería obran el milagro. Siguen deslumbrando. No importa la edad. Se precisa que esté el ánimo abierto, las orejas de par en par postradas al aire, el corazón ensimismado, el alma sensible. Nada que no tenga una niña. Nada que le haga falta tan pronto, por otra parte, pero qué prodigio que ese tumulto de sonidos la engolosine, la haga salir de su caparazón y echar a volar. La música echa a volar a quien la escucha. Estará sonando mi pieza favorita del jazz, lo cual es mucho: So what. 




El hecho de que haya días en los que no oiga ni una sola nota de Miles Davis no incomoda mi absoluta rendición a su genio, no modifica la certidumbre de que está a mi lado, atento a que le llame. Este obrero estajanovista de mirada perdida y apasionados diálogos con su alma a través de la trompeta hizo cientos de discos, se hizo acompañar de cientos de sidemen e influyó a cientos de músicos que influyeron a cientos de músicos. Una especie de facebook sin números binarios de por medio. Él anduvo siempre arriba, presidiendo la comunidad del jazz como llave para abrir la nueva sensibilidad del ciudadano moderno. Porque el jazz es la música clásica de nuestros tiempos igual que antaño el Barroco lo fue en los suyos. Escribir sobre Miles Davis es un placer: uno no necesita acudir a otro sitio que no sea el corazón y es ese músculo el que consiente las palabras y da la medida exacta del amor que se puede profesar por un músico.

Es cierto que hoy no he escuchado a Miles Davis, pero sé que no tardaré mucho. Tal vez mañana cargue mi bendito Ipod con A Kind of blue, el mejor disco de la Historia, (So What, Freddie Freeloader, Blue In Green, All Blues y Flamenco Sketches), y escuche So what, los ocho minutos más maravillosos que este cronista de sus vicios haya escuchado. Haré todo eso y me perderé como suelo en la perfección. Existe. Dura poco más de nueve minutos. Es una catedral acústica. Una catedral dentro de otra. Como una Matrioska de sonidos. Escribo de nuevo. Escucho de nuevo. Buen sábado.



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