6.3.23

El apero de escribir




I/ Nietzsche

En 1.882 Friedrich Nietzsche, aquejado de un problema óptico severo, ideó un método para no perder el antiguo hábito de la escritura, tan fatigosa y esclava del mecánico ejercicio de manuscribir palabras en una hoja y fijar la vista hasta devastarla. Compró una máquina de escribir Hansen, el modelo Writting Ball, una maravilla de la época. De hecho, fue la primera construcción mecanográfica de la Historia. Ya nada más empezar a usarla notó que los dolores de cabeza menguaban y, como consecuencia,  redobló  su volumen de trabajo.  Lo que estimula mi asombro, siempre lúbrico a poco que se le motiva, es el modo en que la irrupción de la máquina de marras, su concurso estimable en la prosa del autor, influyó en su forma de escribir. Fue un compositor amigo de Nietzsche quien advirtió la mudanza en el estilo. La prosa caligráfica de antes, proclive a los arabescos mentales, muy concienciada del valor de la narrativa, del texto trabajado hasta el desmayo, derivó a una más áspera, exenta del anterior vuelo semántico. La idea (razonó Nietzsche) es fruto también del instrumento que la plasma: el filósofo pasó del trozo trabado y largo al apunte seco, del capítulo denso al ejercicio malabar de su última época. Es posible que la caligrafía imprima un tipo de texto, un estilo. Que teclear fomente otro. Escribir a mano alienta otro tipo de escritura. La mano, al aplicarse a escribir, da a las palabras un vuelo que no se obtiene en el ejercicio de teclear. Como si la restitución de la palabra en la grafía que la representa se obsequiara de una especie de apresto primoroso y nuevo. 

Dejó Nietzsche el cuerpo grueso de sus antiguas elucubraciones y pasó, sin aparente fractura, a una especie de cuerpo fascicular, menudo, hondo a pesar de su deliberada flaqueza orgánica. Si la prosa de Nietzsche era previamente un virtuoso ejercicio de arabescos, metáforas y largos párrafos encabalgados (Nietzsche amaba la literatura) como paladines del cansancio intelectual, luego se hizo (a partir de la injerencia de la máquina) aforismo, pequeño ejercicio de menor fuste sintáctico. Las palabras se adelgazaron. Todo por teclear, por no saber ir con la velocidad de antaño, por acondicionar la inercia de las ideas a las duras exigencias de las teclas. Me pregunto yo, al hilo del ahora, cómo sería un blog manuscrito, que hallazgo se ha quedado en el limbo del ingenio, perdido por la imposición del teclado y su transcripción fantasmagórica a una pantalla de ordenador. Y algo más: ¿a qué enfermiza prosa, por enclenque, hubiese llegado Nietzsche de haber tenido a mano un editor de blogs, un procesador de texto, toda esta maquinaria maravillosa de los cachivaches ofimáticos? Va uno incluso más lejos. ¿Cómo será la escritura del futuro? ¿En qué diferirá de la de ahora? Ya no es el manido (y acabado) argumento de que la novela ha muerto o de que está a punto de morir, ni siquiera otro también muy traído en el que se postula que todo está escrito y que no hay nada nuevo bajo el sol inmutable. De lo que se trata es de bosquejar una literatura que sobrevendrá en el hipotético futuro, del que sospechamos cosas, pero del que no es posible conocer nada.

II/ Borges


La máquina de Borges fue la Kodama, una groupie sensible y culta, que engolosinó la soledad amorosa del maestro argentino y lo apartó un poco de los laberintos y de los espejos al modo en que Yoko Ono hechizó al iluminado Lennon y lo hizo transitar caminos nuevos, quién sabe si los adecuados. El dictado entusiasta y engolado de Borges (sólo hay que oír sus conferencias grabadas, sus entrevistas para televisión) probablemente confieran a su literatura una arquitectura sintáctica determinada (visible a partir de El libro de arena) que no aparecía en El Aleph o en El jardín de senderos que se bifurcan.) La ceguera marca una forma de narrar y la visión, el apercibimiento óptico de las grafías manumitidas al folio en blanco da otra. No hay un paso intermedio: no es posible aferrarnos a la hipótesis de un escritor que prescindiera de la fatiga que supone verter en un formato su obra. Al escribirla, al abandonarla en un contenedor, amarrada a una logística, existe una pérdida. Irresoluble la pérdida, debo decir. También la hay, de un modo absolutamente irreprochable, al ser entregada de forma oral. No sé si es cierto que todos escribimos mejor que hablamos. Yo, en particular, tengo una oratoria débil, por más que trato de que se afilie a la más fiable rendición de mi escritura. Caigo en la cuenta, conforme hablo, de que no he escogido el verbo preciso o que podría haber sido más sucinto (si conviene la economía) o más retórico (si conviene explayarse). Escribir da esos quebraderos de cabeza con casi idéntico oficio. 

He tenido (tengo) amigos de una soltura lingüística admirable a los que nunca vi escribir un texto con vocación literaria. Manejaban el vocabulario adecuado y adornaban lo dicho con cierto empaque estilístico. Ocupaban su ocio en asuntos que no tenían absolutamente nada que ver con el lenguaje, con la literatura por añadidura. A uno de ellos, al que tengo como el más cercano y querido, le da rubor escribir, le produce zozobra, le parece que no estaría  a la altura, le crea (cuando está obligado a hacerlo) una responsabilidad que no asume. Quizá, si se extiende el modelo que propugna involuntariamente mi amigo, tengamos un futuro de lectores portentosos, de oradores capaces y no habrá la legión de escritores que hoy tenemos. Porque somos legión y la oferta (ay) está sobrepasando la demanda.


III/ Cervantes

Cervantes, escribiendo a pluma, interrumpiendo el flujo narrativo para abastecerla de tinta, hay que advertir eso, forjó  un Quijote preciso, inmenso, uno entre los infinitos Quijotes posibles (y en esto huelga decir que acudo a Borges nuevamente). ¿Será la caprichosa/azarosa circunstancia de su escritura la causante del resultado final? Sin duda ninguna. Tal vez la literatura que nos conmueve, la que nos alegra o nos perturba, la que nos procura el júbilo que la realidad tozudamente se obstina en esquilmarnos o la que complementa más armoniosamente la más alta experiencia de vivir sería otra (y bien diferente) si quienes la forjaron hubiesen dispuesto de otros instrumentos para registrarla. Es el instrumento (a veces) el que orienta el texto, el que lo guía o incluso el que lo dicta. El otro día, esperando a que me recogieran, escribí en el móvil un texto que luego volqué en blog y en red social. Creo que salió un texto urgente, feroz. Uno identificable, a poco que luego uno se fije en cómo está tratado, sacrificable. Recuerdo aquel principio de la física teórica que Heisenberg regaló a sabios y ociosos que venía a decir que era materia imposible medir el lugar y la velocidad de una partícula puesto que los instrumentos de medición alteraban irremediablemente esa posición y ese movimiento. ¿Y si no hablamos únicamente de física teórica? Tal vez era de literatura de lo que hablaba Heisenberg. 

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