Hay quien opina que se escribe de un solo tema y que ese argumento impregna a todos los demás, por ajenos a éste que, en apariencia, parezcan. Es imposible zafarse de él: por más que se lo aparta, pugna, avanza a su antojadizo afán y termina por tomar cuerpo y hacerse asunto reconocible. Yo, en lo que entiendo, después de treinta años de oficio (el que haya) callado y más o menos privado, escribo sobre Dios. He concluido en esa idea sin esfuerzo: incluso sin barajar alternativas. Soy, en una medida estrictamente amateur, un teólogo, quién no lo es. Ya sentenció Borges eso de que cada alma humana aloja uno, aunque no se tenga noticia suya y se pueda uno morir sin haberse percatado de su tenaz y menudita presencia. Dios como una especie de ocupación a tiempo completo, en este hilo de las cosas. Escribo un cuento sobre una infidelidad matrimonial y, en el fondo, es de Dios de quien escribo. Escribo sobre un hombre al que la suerte le es enconadamente adversa y es Dios quien inspira el relato. Escribo sobre la influencia del blues del delta en el de Chicago y la idea de Dios sobrevuela el texto, como si la misma divinidad cincelase su forma y su estricto contenido y censurase o acatase mi criterio. Hay veces en que percibo esa influencia y veces en que no se apresta mi sensibilidad a reconocerla. Las más, gracias a Dios, no me doy ni cuenta y tiro al monte y saco la escopeta y me pongo a gastar cartuchos. Cosas de quien escribe a diario.
La escritura es una especie de caza. No se sabe bien qué piezas traeremos en el zurrón, pero alguna hay a la vuelta. Anoche escribí un cuento. Hacía que no me ponía en esos asuntos, los de los cuentos. Fue breve. Un notario de provincias, soltero y ocioso, se deja engolosinar por una cabaretera. Le da su corazón y le abre su casa. Después de una rendición de las miserias habituales (él sabe que va a expoliarlo, pero no le importa, es la carne el material del comercio y ella se encariña de él y promete no volver a robar nunca, nunca, nunca) el notario sienta cabeza (es un decir) y se retracta. Al final, cuando las cosas vuelven a su ser (la cabaretera a su cabaret y el notario a su despacho) Dios se las ingenia para que se encuentren en un café y la charla anime un amor pequeñito y queden en verse: hablamos, nos vemos otro día, tengo tu teléfono, me ha encantado verte de nuevo, un beso. Aparece (cuando el cuento finaliza) una finta teológica, un descuido de lo terreno y un hermoso (creo yo que hermoso) abrazo de lo espiritual. Tengo que hacer unas correcciones. Tengo que revisar esas inclinaciones teológicas.
Ser un teólogo (amateur) no garantiza la existencia de la fe. Es más, yo mismo (a beneficio creativo) me manejo mejor al no tenerla. No sé si entro en la categoría de teólogo ateo o agnóstico: tal vez más de lo segundo, ya que Dios me afecta, me preocupe, me hace sentir una punzada de lirismo. Creo que me interesa la capacidad del personaje de entrar en colisión con todos los demás personajes posibles. Admiro su ubicuidad. Claro, es que es Dios, me dice K. Mi teología es narrativa, mi interés es metafórico. K. , tan atento a lo mío, dice que cuide no molestar a nadie. Hay quien se ofende con nada y quien tarda en sentirse ofendido, pero al final todos te reprenderán, te dirán que no es asunto tuyo, ya que no crees. Es asunto mío, zanjo, no hay otro asunto que me entusiasme más. Se ve a Dios en todo o uno cree percibirlo en cada pequeña cosa que se le ofrece. Dios en el verso en el que Kavafis pide que el camino sea largo y que ayer escuché muy bien recitado en la radio, en una emisora que sintonicé un poco al azar, cuando trataba de conciliar el sueño otra vez, tarde, después de asimilar que el Real Madrid se quedaba fuera dela Champions (permitidme el exabrupto futbolístico). O Dios en la declaración de la renta que estoy a punto de hacer. Dios en el solo de trompeta con el que Miles Davis hace que So what avance y conmocione al que lo escucha. Dios en el ruido que la lluvia hace en la ventana justo ahora mismo, aunque no llueva, creo que me entienden. Dios en la nieve, en el agua de un aljibe, en el pezón de una activista de Green Peace (en cualquiera de ellos, en ambos). Dios (ya acabo) en mi pecho, alojado aquí dentro, como una canción triste o como un ritmo contagioso o como un soplo o como un bramido o como una dulce ofrenda.
Es Dios el que escribe estas palabras. No soy yo quien lo hace. Toda la literatura es obra suya. El cine entero está dirigido por Dios. Todos los actores, cuando representan el papel que se les encomendó, son el mismo Dios, avenido a recitar lo que otros han escrito, pero esos otros que escriben son él también o son Él también. A Dios, de ese Dios del que hablo, se le pone la mayúscula. Luego están los dioses subalternos, los rudimentarios, los que no alcanzan a emular a la divinidad. Son los dioses accidentales, los que no cuajan, los reciclables o los meramente eventuales. La idea de que Dios haya creado el universo en ese cómputo mágico de días y luego se echara a dormir parece fantástica. Extraordinaria. Inverosímil. No hay argumento más emocionante, ademas. Viva el Big Bang. Entero. Todo él. Lo que pasa es que estamos acostumbrados. Llevamos toda la vida escuchando la palabra Dios en vano o la palabra Dios blandida como un martillo. No hay un deseable término medio. El término medio feliz de un Dios persistente y locuaz. Uno que de verdad se manifieste, cómo sería eso . Dios ha estado aquí, mira, ¿no te das cuenta?. No parece que funcione. O advertir la ausencia de Dios por la evidencia de ciertos signos. O que esté o que no esté en absoluto. Pero también vale la incertidumbre. Sobre esa idea, sobre la incertidumbre, se ha montado todo. Lo de montar es reducir frívolamente una catedral a un castillo de naipes
A mi amigo Antonio se le ocurrió darme un tocho escandaloso de cartas que yo les iba enviando a él y a su novia (luego mujer) Auxy. Ahora me doy cuenta de que toda esa prolijidad estaba guiada por la divinidad. No es posible que una sola persona transcribiera todo eso. Dios es el negro. Los caminos de la fe no me son ajenos, visto con calma el asunto. Yo soy de Dios como otros, pero no ejerzo, creo que no hay oficio en mi proceder, no escenifico esa querencia o ese afecto o esa devoción. Por eso no me altera en demasía la idea de que un día, un buen día, caiga en la cuenta de algo a lo que todavía no he accedido y descubra que mi intimidad es creyente o que (definitivamente) no es nada creyente y descrea con encono, descrea casi patológicamente. Es mejor no entrar en los excesos, no caer en esos deslices del espíritu estresado. Se agotan las almas, se obturan, se gangrenan. Incluso prefiero que haya un Dios a que sean muchos y entre ellos se repartan la autoría y la planificación de la existencia. A uno se le acepta y se le habla con otro aire. No se le echa en cara el mal, ni se le pide que el bien triunfe.
No creo que Dios deba entrar en ese negocio traicionero. El Dios que detrás de Dios la trama empieza tampoco es el Dios al que se le pueden pedir cuentas. Nada de pedir cuentas. Nadie es dueño de su existencia. Ni siquiera uno es propietario de lo que es. Es el azar el que gobierna, el que administra, el que al final hace que la trama dure un poco más o un poco menos. Porque no hay trama que dure para siempre. Eso es básicamente el final de todas las historias. Que nada perdura. Ni siquiera So what, que ya acaba. Empecé a escribir cuando empezó a sonar y se ha metido Freddie Freeoloader, otra pieza maestra. Miles David es Dios. Dios toca la trompeta. No hay trompetista más experimentado. O no. Noto que me estoy soltando. Va bien. Todo está bajo control. Me duelen los dedos. Escribo todo lo rápido que puedo. Tengo algunas piezas a salvo en el zurrón. Me voy a trabajar. Tengan un viernes divino, por favor.
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