9.5.23

Elogio y refutación del fuego

 


No sé a qué velocidad morimos. Hay por quien no pasan los años y hay quien por quienes pasan sin pudor los de todos los demás. Quienes mueren habiendo aprovechado el tiempo y habiendo visto todo muchas veces, quienes han vivido todo una triste o festiva única vez y quienes no han vivido absolutamente nada. Se tiene una idea rudimentaria e imprecisa de cómo se va uno muriendo. La misma de la que disponemos para razonar la velocidad con la que vivimos. Algunos, atropelladamente, ya saben; otros, con morosidad. 


Hay hasta un inasible término medio, aséptico, neutro, gris, sin excesos ni atrevimientos. Son más las cosas que ignoro que las que tengo por ciertas. En esa certidumbre, sobre ese pequeño avituallamiento de verdades, se vive infinitamente mejor. Ardo, pero no conozco el fuego. Nos consumimos imperceptiblemente sin percatarnos de la voluntad de la ceniza. No hay indicios registrables a diario, transcurren los días con lenta exactitud. Apreciamos el desquicio de la piel o el atropello salvaje del olvido cuando vemos fotografías antiguas, advertimos las dentelladas del tiempo, pero son conceptos esquivos. El dolor del tiempo no es tangible, no se puede medir bajo los criterios con los que valoremos todos los demás. Estamos en un desamparo terrible, si se piense esto un poco a fondo. 


Del pasado se posee una impresión enteramente frágil y huidiza. Sabemos que hemos vivido porque la memoria nos restituye los datos cabales, las imágenes precisas, las emociones puntuales, pero del mismo modo aceptamos la ficción, que es una extensión de los deseos o del mismo futuro. Podríamos inferir que la vida que hemos dejado atrás es una ficción más. Que todo lo que no es ya visible ni se puede evaluar con el rigor de los sentidos no existe. Yo no fui a Galicia hace algunos veranos. Yo no jugué al fútbol, siendo niño, en la plaza de Zaragoza, en el Sector Sur de Córdoba. Yo no compraba discos de jazz de segunda mano en una tienda cerca de la Corredera. Yo no leí con fascinación los cómics de la Marvel. Yo no amé a una niña de ojos azules. Ninguna de esas cosas sucedieron verdaderamente. Algo me dice que sí, que ocurrieron, pero no debo fiarme de la memoria. La memoria, las más de las veces, es un juguete roto, el único del que tenemos una propiedad fiable. Es la misma memoria falible que altera a su antojo la vida. 


No sabemos nada. No tenemos registros de lo que ocupa los días y ocupa las noches de la existencia que atesoramos. Porque vivir, a pesar de todo, es un prodigio, es uno de esos tesoros inviolables, inargumentables, inasequibles al desencanto, inefables, por más que haya quebrantos que lo fracturen, por más que el olvido lo vacíe de nombres y de gestos, de lugares y de caricias.

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