3.5.23

100 canciones / 22 / Space oddity, David Bowie, 1969

 Planet Earth is blue and there’s nothing I can do

(Space Oddity, David Bowie)

Los astronautas deben sentir una ternura infinita cuando están en órbita y ven la Tierra a lo lejos. Comentarán cuando bajen que lo que da a esa altura es una gana enorme de cuidarla. Como a un hijo al que observaras con la ternura de quien sabe qué es, en parte, una extensión nuestra. Parece ser que la conciencia adquiere una dimensión cognitiva o emocional (irán saber y sentir juntos) superior que hace irrelevantes las rencillas de los gobiernos o los conflictos fronterizos o las injusticias o el odio o la dureza de los días cuando se levantan hoscos y todo se deshace y se pierde. A riesgo de citar o de parecer al mismísimo Paulo Coelho, Dios misericordioso lo impida, uno imagina que el cosmos habla con nosotros y nos muestra lo que tenemos de pequeño y lo insignificantes que son nuestros problemas o incluso nuestras humanas felicidades. Viene a ocurrir un poco como sucede con las catedrales: el hombre se rebaja al tamaño menor del que dispone (el que cada uno disponga) ante la grandeza de sus arcos y la altura de sus columnas. El universo es una catedral, podríamos decir, concebida para que sus moradores precisen por fuerza la injerencia constructora de una divinidad. Cómo podrían si no, nos preguntamos en mitad de la noche, existir el agua o las criaturas o los árboles o los sonetos de Shakespeare. 


El astronauta, allá en esa privilegiada atalaya, toma consciencia de la parte que le tocó en la trama con mayor claridad que si se desplazara a ras de suelo. Todos, una vez izados, si observamos la Tierra desde la distancia, somos un poco teólogos. La contemplación de la realidad es más limpia y es más hermosa cuanto más nos alejamos de ella. A las personas nos sucede lo contrario: la ternura y las ganas de cuidarnos sobrevienen cuanto más cerca estamos. La distancia reduce el interés, incluso lo cancela en ocasiones. Debe ser así, no hay otra manera de entender ese desquiciamiento que tenemos  y que nos impulsa a lastimar al semejante o en herirlo o en borrarlo del mapa, en última instancia. Lo tenemos tan a mano que no nos fijamos en él: quizá haga falta el concurso de la distancia, la posibilidad de verlo evolucionar a sus anchas, sin que se note que estamos observándolo, apreciando lo que hace, entendiendo el porqué de su rutina. No sé yo, pero igual daban ganas de cuidarlo y nuestra dimensión cognitiva (o sentimental o moral) puede así entrar en un rango superior en el que no sería posible hacer daño a los de nuestra propia especie, al modo en que esos robots de las historias de ciencia-ficción tienen programado en su libro interno de algoritmos y no pueden perjudicar a su dueño o a su creador.


Se cree en la astronomía porque lo explica todo. También porque es la suma de todas las incógnitas o porque es un secreto al que se le ha dado consideración de ciencia. Hace de oráculo de lo invisible o de indicador topográfico: usted está aquí, esta es su casa, el resto es lo insondable, no le dé más vueltas, no somos el centro de la creación, nuestra residencia es la más pequeña de todas las residencias, nuestra presencia en el universo es anecdótica, ridícula. No importa que a la ciencia no le afecte que se cree o no en ella: conviene de vez en cuando tomarla como si fuese una religión y obrar a su beneficio a la manera en que lo hacemos con la fe, que no es cuestionada nunca y sale airosa de todos los obstáculos que se le presentan cuando es sincera y nace de adentro. 


No teniendo yo las inclinaciones científicas que tuve antaño, ni teniendo las religiosas ahora, ninguna de esas aseveraciones son fijas, recurrentes. Quizá tenga poco que decir en los asuntos de la teología y de la astrofísica, pero entrevé uno la rendija por donde discurre la luz entre ambas disciplinas, como si tuviesen un hilo que las arrimase, un territorio compartido en el que de cuando en cuando entablan un diálogo. Falta conocer el lenguaje que usan, esmerarnos en entender qué dicen, si algo de lo que se cuentan nos concierne con más hondura y secreto predicamento , si al final va a ser que las dos cosas son la misma cosa y sólo se diferencian en la melodía que las hace sonar, pero usan el mismo y delicado instrumento. Tenemos las manos precursoras y los oídos abiertos, tenemos el alma ofrecida o por ofrecer, tenemos la ciega esperanza de que no todo acabe cuando la trama primera, la de los árboles y la del azul del cielo, concluyan. Nos forzamos a creer en que allá arriba, en el éter cósmico, habrá lluvia, habrá amaneceres, habrá música. Can you hear me, Major Tom?






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