Creo firmemente en la alegría. Creo en la alegría por encima de la felicidad. A la felicidad le encomendamos excesivos oficios. En ocasiones malvivimos porque estamos empecinados en ser felices y, a la menor contrariedad, en cuanto se nos tuercen un poco las cosas, nos afiliamos a la tristeza, al desencanto, al gris como color favorito. Vivir, a pesar de algunos contratiempos, es maravilloso. Una vez que aceptamos la alegría y la buscamos con denuedo, lo demás viene por añadidura. Ninguna recomendación más higiénica, de más sano interés que ésta: buscar la alegría, inclinar el alma y el cuerpo a su centro exacto y sorberla sin decoro, abrevando la testuz, perdiendo las formas, caso de que tuviésemos y en alguna ocasión hubiesen sido útiles en algo.
Creo firmemente en la alegría. Creo en la alegría por encima de la felicidad. La alegría está ahí sin un motivo oculto: está para ensancharnos el pecho y hacernos creer que éste es el mejor de los mundos posibles. Alegres, somos invencibles. En la tristeza, en la pobreza del ánimo, somos frágiles. Las guerras las pierden los débiles en alegría: las ganan incluso cuando pierden. Sucede este contrasentido porque el derrotado, en su alegría, desestima la posibilidad de darle importancia a esa derrota. Será verdad eso de que toda pasa en el cerebro. Que fuera de lo que pensamos nada existe. Fuera de este texto el mundo es irrelevante. Me iré esta noche a la cama pensando, pasillo abajo, que soy el tipo más feliz del mundo. Y sonreiré en mi engaño. Me acostaré engañado y satisfecho. Como un tonto que ignora su condición y se emboba admirando la tontura del resto. Tengan ustedes un día bonito y sean felices en lo que puedan. O alegres.
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