Las diez o quince o veinte primeras palabras que he pensado que tengan una sola sílaba me han parecido de más peso que las diez o quince o veinte primeras que pensé después que sobrepasaran ese cómputo. Lo del escrutinio silábico parece patrimonio exclusivo de la métrica, pero hay argumentos que desmienten esa primera conclusión. Las palabras poseen una red de conexiones a la que la neurolingüística no ha llegado y a la que sólo se accede por la vía de la emoción y de la sensibilidad. Piensen en la palabra "bar". Quédense ahí un rato, sientan los recuerdos acudir en tropel a su de pronto conmocionado cerebro. Es tan corto su trayecto, las tres letras que la conforman, que parece mentira su hondura semántica. Luego están "Dios" y "cruz": sobre ellas se ha levantado el entero paisaje de la civilización humana. Si a usted le apasiona el fútbol puede presumir de la metafísica de un vocablo sencillo, que al ser restituido, por mera pasión fonética o por brinco incontrolable del corazón, alarga hasta el paroxismo orgánico su vocal central, su "o" menudita. Hablo de "gol". ¿Qué decir de la "luz"? En un plano meramente biológico, es fuente de toda vida, no cabe argüir vida alguna sin que ella lo impregne todo con sus dones extraordinarios. Es el imperio del "sol". En el plano simbólico o metafórico o incluso religioso, su ausencia anuncia el advenimiento de las tinieblas. Una buena parte de la literatura universal (desde los griegos a los poetas barbilampiños de los escaparates de moda, pasando por Dante o por Santa Teresa de Jesús) recae en sus primores. La herramienta para alcanzar la armonía espiritual reside en la "fe". Con qué poco se construye algo tan grande, podríamos decir. No se tarda nada en decirlo, pero lo escuchado perdura, se renueva y hasta crece. El mismo "pan" es sustancia milagrosa, que representa la fecundidad y la gracia celestial. Cuando Dios expulsó a Adán y Eva del paraíso los conminó a que trabajarían y sudarían para llevarlo a su casa y procurarse alimento. Jesucristo partió el pan y lo dio a sus discípulos para que comieran de él y se produjera una especie de transverberación entre cuerpo y espíritu. A este cronista de sus vicios se le ocurrió que la música que más le fascina se persona con una escueta sílaba también: "jazz". De pequeños adorábamos el "flan" o la "miel". A los viejos les entusiasma el "mus". Que ahora yo escriba y me lea es cosa de un "chip". Hay palabras que se han ido perdiendo o han sido reemplazadas por otras, que tal vez no restituyan su significado con eficacia. Lo "chic" no está de moda: lo estuvo, molaba ese chasquido afrancesado. Tampoco se prestigian el "frac" o el "folk". Ahora todo muy "zen", todo muy de "pin" y "red". Cualquiera a quien se pregunte quiere ser "chef" o "fan". Las palabras largas pierden fuelle conforme se pronuncian; las cortas, en esa sobriedad que poseen, se recaman de esplendor, de apasionamiento, de sabiduría también. El mismo cese del comercio de las palabras, que concurre cuando inevitablemente el corazón se detiene y la sangre interrumpe su flujo milagroso y bendito, se rubrica con un escueto y testamentario “fin”.
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