El mal que devasta al prójimo siempre es el nuestro. No hace falta que se viva en la a veces huidiza primera persona del singular. Los verbos, cuando se conjugan con la tristeza, al caer en su desgracia, pertenecen a quienes los pronuncian y a quienes los escuchan. Hay desgracias ajenas en la que no atisbamos propiedad alguna, pero basta arrimar un poco el corazón, sentir el latido roto del que solloza o gime para que se nos encoja el pecho. En esa sencilla transferencia de emociones, uno es otro, uno es todos. Lo dijo John Donne con más clásica relevancia en sus "Devociones para circunstancias inminentes": "Ningún hombre es una isla, ni se basta a sí mismo; todo hombre es una parte del continente, una parte del océano. Si una porción de tierra fuera desgajada por el mar, Europa entera se vería menguada, como ocurriría con un promontorio donde se hallara la casa de tu amigo o la tuya; la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque soy parte de la humanidad; así, nunca pides a alguien que pregunte por quién doblan las campanas: están doblando por ti ". La bondad, la filantropía, el afecto ciego: ese es el área en donde el hombre no ha cuajado un empeño noble todavía. Ese vínculo de vivir para los demás está en convalecencia, no ha dado de sí lo debido, se ha enfangado, se ha corrompido su esencia humanista, la de la terapéutica concepción de ser en los otros, de crecer en ellos. Y estos tiempos de zozobra y de desapego al distinto conducen a que esta reflexión deba pesar más que nunca, aunque las palabras de las autoridades casi nunca proclaman esta metafísica del corazón y acuden con mayor anhelo a la gestión de la propiedad o al ensalzamiento sin ambages de la primacía de la economía, asuntos de interés, quién lo duda, pero que no excluyen (no deberían excluir) la mirada limpia de la conmiseración, que es una virtud en desprestigio, cuando no un signo de debilidad o de sentimentalismo.
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