22.5.23

Elogio de la química

 Me soliviantó ayer la irrupción de una idea de la que no pude desembarazarme en todo el día. Se me ocurrió al ver un esplendor de flores en un balcón a las que bañaba un delicado sol de mediodía. Pensé en el magisterio de la naturaleza, en su incansable afán de belleza. Tras la contemplación botánica, caí en la cuenta de que al igual que a la flor la crea la conversación de unas moléculas también el mismo amor es un ciego arrebato de arbitrarios impulsos químicos. Son ellos los que nos hacen preferir el sabor de un buen vino o prendarnos del olor de la tierra cuando la colma de agua la lluvia. La voluntad no rivaliza con el baile loco de todas esas partículas invisibles con las que está escrito nuestro código genético. El argumento me entristeció un momento, aunque luego me envalentoné. Consideré que poco podría hacer para rebajar esa injerencia. Está en mi mapa genético. El universo tendrá milagrosamente el suyo. A su modo, la ciencia escribe poesía con tímida y, a la vez, estruendosa eficacia. Hay una geometría secreta, hay una confluencia de propósitos arcanos que configura un patrón. El hecho mismo de que nos besemos, a decir de expertos dermatólogos, rinde un estudio químico de quienes los practican: hay sustancias transferidas en la saliva que comunican un mensaje nítido, una especie de transvase exclusivo: se ha producido un vínculo que el cerebro guarda y, en determinadas circunstancias, si prosperan otras herramientas de la seducción, deriva en la irrupción genuina de sentimientos afectivos mayores. El amor es una reacción química, mal que le pese al Dante que escribía a su amada Beatriz o cualquier hijo de vecino que se cree único, dotado de una espiritualidad extraordinaria, cuando la flecha del amor lo traspasa y se le encabrita como una brújula loca el paciente corazón. La oxitocina es esa flecha, mal que nos pese. Nos enamoramos de alguien por una cabriola bioquímica en el cerebro. Unos neurotransmisores se arrugan nuestra voluntad: la hacen danzar a su caprichoso antojo, la aúpan al placer, la subliman. Queda uno a expensas de toda esa coreografía invisible de átomos que se buscan o que se rechazan. Somos obedientes funcionarios de esa administración ajena. 

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