I
En la mano de Miles Davis están todas las manos del mundo. Todo lo que puede hacer una mano lo hace la de Miles Davis. Además es una mano negra. Todas las manos del mundo son, en el fondo, manos negras. Debajo de todos los demás colores está el negro. Adentro, donde la mano deja de serlo, si es que una mano pueda dejar de ser mano en alguna ocasión, está la memoria del tiempo y del espacio. Está el negro con el que el mundo se hizo mundo por primera vez. Era entonces un mundo sin manos todavía. Es posible que en el inicio, en aquellos tiempos de zozobra cósmica y de silencio infinito, la mano no cupiese en el diseño de todas las cosas que estaban por venir. Era más lógico que antes de las manos, mucho antes de que se adueñaran del mundo, existiesen las piedras. No se le ha dado el mérito que tienen. Están ahí desde el principio y siguen todavía. Yo creo que el mundo es una piedra enorme que sigue fragmentándose. Nosotros mismos somos extensiones anómalas de esa piedra primigenia. La primipiedra, podríamos decir. Lo que no sabemos es si hubo una primimano, una mano antológica desde la que se desgajaron todas las demás. Quizá no apreciamos la piedra al modo en que apreciamos la mano porque carece de la facultad de moverse. Ahora mismo, mientras tecleo, observo con detalle cómo funcionan las mías. LLevan años haciendo lo que hacen y siguen cumpliendo, aceptando lo que les ordeno, sin flaquear. Una mano, cuando flaquea, alerta sobre el fin de quien la posee. De la mano, de su oficio divino, provienen todos los demás oficios. Incluso el de escribir viene de ahí. A mis alumnos les digo que no escribo yo cuando lleno la pizarra de palabras y de dibujos y de números. Es mi mano la que escribe. Ella es la que decide qué palabra colocar. Lo que no tengo es una mano negra. Ni siquiera una mano trabajada como la que tuvo Miles Davis. Es la mano que hace que la música suena. No sonando, se escucha. Sólo debemos aplicar el oído. Acercarnos, advertir que los dedos, aunque no lo parezca, aceptando que no es posible tal cosa, se mueven. Lo están haciendo ahora. Se están moviendo. Suena un solo de trompeta fantástico. Se está expandiendo por el cosmos. Está barriendo el cosmos. No hay rincón del cosmos al que no alcance. Es un solo negro. Todos los solos, los buenos, son de una negritud que intimida. Debajo del negro, a modo de capas, están los demás colores.
II
Está tocando So what la mano, la mejor pieza del jazz. So what es la oblea del feligrés del jazz. Miles Davis es el chamán ( sigo el hilo religioso/místico ) que oficia la liturgia, pero la cohorte de oficiantes es sencillamente extraordinaria. Un todavía no tocado por las drogas Bill Evans ( y cuando le tocaron continuó regalando música sublime ), un concentrado y honrado John Coltrane, que rebajó su caché de líder para ponerse a las órdenes de otro "jefe", un robusto Cannoball Adderley ( en las notas y en el físico ), un Paul Chambers impecable en el imprescindible trabajo de dar cuerpo a la música con el contrabajo y un meilimétrico y sensible Jimmy Cobb. Wynton Kelly pone su piano en Freddy Freeloader. Todos arriman virtuosismo, lirismo, concentración y crean el monumento sonoro que Kind of blue es. Lo descubrí tardíamente, pero fue una revelación, una epifanía, que dicen los iluminados por el numen de la fe. Como no he sido obsequiado con ella, reconozco en los compases de So what mi fuente fundamental de alimento espiritual, mi particular altar, el dios pequeño de mis vicios más íntimos. Lo suelo poner con mucha frecuencia: puede ser el disco ( da igual el género ) que más veces he oído entero. Quincy Jones afirmó que "en un caso hipotético en el que desapareciera todo rastro de la música de jazz, bastaría con tener Kind of blue para poder explicar el género". El jazz está quintaesenciado como en pocos discos, eso es cierto. Fue grabado en un sola toma: tal era la afinidad de los música, así era el grado de complicidad de esos genios que ( hasta entonces ) nunca habían entrado juntos en un estudio.
So what es mi pieza favorita. De este disco. De cualquiera. Hubo un tiempo en que la ponía todos los días. Al menos una vez. No me hartó, no la odié, no me contó nunca la misma historia. Cada audición me reportaba rincones nuevos. Eso es el jazz. Ahí está su imperecedero encanto. En esto reside su magnificencia. Flamenco sketches es otro momento inconmensurable, su melodía ( sencilla ) me acompaña justo en el momento en que escribo esto y salgo al viernes con la mano de Miles cogiendo la mía.
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