17.5.23

Elogio de la evocación

 


                     
   

Recuerdo a mi abuela Luisa en la playa con todos sus nietos. Vestía de pulcro negro y dejaba asomar con blanca timidez brazos y rodillas. Le disgustaban los cambios y nadie quebró esa determinación antigua. Aquel día concedió aventurarse. Era de reír y allí ejerció esa licencia con colmo. Guardamos las fotos, no muchas, las que concedió. Se la ve triste en algunas. En las de la playa, parecía un general retirado que observa las alegres maniobras civiles de su ejército. Se fue sin ruido. Tampoco era ella de molestar y solía pedir, más que un apagarse pausado, un cierre brusco. Lo tuvo para su felicidad y para nuestra desdicha. No vio a sus nietos crecer y ocuparse en amar y en traer hijos al mundo. Los hubiera hecho reír y sus brazos viejos se habrían colmado de vida al achucharlos como a veces sólo saben hacer las abuelas. Evocarla no es únicamente traerla a la memoria y dejar que la pasee y nos conmueva. La recuerdo trajinando en casa, componiendo una pequeña sinfonía de rutinas que la ocupaban sin descanso, contando historias de la Extremadura que dejó por imperativos de la guerra, arrimada a la ventana para que la luz de la tarde la guiara al pespuntar los bordados. No hubo día en que se la viese flaquear, ninguno donde rebajara su alegría por vivir, ese deseo sencillo de no perderse nada y acudir con su modesta, limpia y planchada ropa de abuela para que le preguntaran y ella pudiera explayarse en chácharas. Tenía la voz como de niña y el alma como de ángel. En la trasera de la fotografía mi padre, el fotógrafo requerido, escribió "1971". Mi abuelo Emilio todavía vivía. No fue hombre de cariños, quién sabrá las razones. Era alto y enjuto, era áspero y huidizo. Murió no muchos años después. Fue una viuda entera y feliz. Se sabía querida, tenía la cabeza llena de recuerdos. Mi afán de escribir (lo pienso ahora, lo razono ahora) tal vez provenga de ese tumulto de evocaciones suyas. La vida, si no se cuenta, es de otros. 


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