Finjo que converso conmigo mismo. Parrafadas insulsas, parlamentos huecos, historias que no terminan, pasajes irrelevantes, ideas que bullen y luego se difuminan. No hay día en que no desee hablar en voz alta en lugar de hablarme hacia adentro, pero no le doy altura a lo dicho, lo censuro, caigo en la cuenta de que no tiene interés para nadie, aunque a mí me agrade, hasta me conforta, y no siempre, si me lo tomo (en lo que puedo) en serio. Pensar es un hablarse sin ruido. Quien habla solo hablará con Dios un día, dijo el poeta. En ese sentido, estamos Dios y yo cerca. A veces me sorprendo requiriéndole algo, confiándole un rumor de una emoción. En ocasiones, el verbo se sabe impostado, como si hubiese un poco de teatro en el acto mismo de la conversación. Porque no hay respuesta y, sin embargo, no existe conversación donde haya atención más alta.
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