Hay cosas que no podríamos hacer de no existir la virgulilla, que es palabra latina que proviene de "virga", que significa vara, tomada en modo diminutivo, como acariciada o revelada con afecto. Se la tiene como estandarte de nuestro bendito idioma y hasta el nombre del país que habitamos la exhibe con gozoso orgullo. En sentido estricto, el hecho de que esa línea se trace sobre la letra "n" no debería ocupar atenciones mayores, pero es su singularidad la que nos concierne más conmovedoramente. Es la "ñ" la decimoquinta letra del alfabeto y la duodécima consonante. La contienen más de 12.000 palabras y casi 400 comienzan con su fonética nasal palatal. Hace 200 años la RAE la reconoció en un diccionario, pero su origen es más antiguo. No hay tal restitución sonora en el latín materno, pero he aquí que los monjes, en la Edad Media, por necesidades logísticas, cuando ejercían de escribanos y consignaban el saber en sus pergaminos, decidieron obrar con sabiduría y se obligaron a abreviar algunas letras duplicadas para que el número de palabras de cada línea del texto se redujera sensiblemente y se ahorrara en tintas, en tiempo y en papel. Las dos "enes" consecutivas fueron zanjadas expeditivamente y convertidas en una sola a la que cabalgaba esa especie de serpiente nerviosa que la cubre. También otras parejas de consonantes que podían ser aminoradas con alguna solución creativa.
El annus quedó en año, el pugnus en puño, el senior en señor y la donna en doña. Era cosa de que los fonemas abandonaran su grandilocuencia y se avinieran a una opción reduccionista, fijada más tarde como norma cuando Antonio de Nebrija la incluyó en la primera Gramática de la lengua española allá en el festejado 1492. Ha tenido la filial eñe sus controversias y hasta amenazas. La CEE trató de censurarla por exigencias tecnológicas. La propia nomenclatura digital la omite en la gestión de los correos electrónicos y de los dominios de internet. García Márquez puso el grito en el cielo. Clamó contra la arrogancia europea, sosteniendo que la eñe no era una "antigualla arqueológica" sino un avance lingüístico, una especie de evidencia de que la lengua prosperaba con los tiempos y dejaba atrás las cárceles de la lengua romance. Se destrabó el conflicto cuando el Gobierno protegió la letra eñe en los teclados, apelando a las conclusiones de excepcionalidad cultural del Tratado de Maastricht.
No habría en nuestro boscoso y fértil idioma años que celebrar, aliños con los que aderezar las comida, dueños de propiedad alguna, añoranzas con las que consentir la melancolía, leña que avive el fuego, pañales que contengan las párvulas heces, compañía a la que acudir para trasegar los días, heridas que restañen, rebaños que pastorear, sueños que vivir, puños que cerrar, piñas que comer, preñadas que alumbrar, ceño que fruncir, hazaña con que bruñir la épica. No habría arañas, ni boñigas de vaca, ni cuñados, ni estreñimientos, ni morriña, ni roña, ni saña. Las campanas no tañerían, nadie sería hogareño, no escalaríamos montañas, no refunfuñaríamos, no haríamos poemas sobre el otoño, ni con risueño gesto saludaríamos al vecino. Montones de toponímicos tendrían que ser reemplazados. Un logroñés sería logronino o un panameño, panamero. Los de Madrid serían madritenses, que es posible que ya exista, pero tiene una resolución fonética incómoda. El mundo carecería de buñuelos, de albañiles, de bañistas, de desengañados, de enseñantes, de plañideros, de quien se desgañita y de quien va desaliñado. Las peñas de amigos del mus o de la pelota vasca, omitida la virgulilla, serían penas, induciendo al personal a no inscribirse.
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