23.5.23

Elogio de la eutrapelia

    A Sergio Reyes, que me la regaló ayer en un momento de feliz algarabía. 

Eutrapelia

Del gr. ετραπελα eutrapelía 'broma amable'.


1. f. Virtud que modera el exceso de las diversiones o entretenimientos.

2. f. Donaire o jocosidad urbana e inofensiva.

3. f. Discurso, juego u ocupación inocente, que se toma por vía de recreación honesta con templanza.


No soy de mucho llorar. Tampoco ver a los demás en llanto contagia el mío. No sé bien dónde se guardan las lágrimas que no vertemos, si se acumulan y duelen ahí adentro, si el llanto que no sale será incontenible cuando suceda. Lo que sí observo es que se me humedecen con frecuencia los ojos, no hay duda de eso. Cualquier cosa me enternece y es entonces cuando parece que voy a echarme a llorar, pero luego (sin que yo ponga trabas o censure ese llanto) no lo hago, me cohíbo de alguna manera. Hay cosas por las que deberíamos llorar y no lo hacemos. Después del llanto ya no hay nada más, es el estado de transparencia puro, como en otro orden de cosas lo es la carcajada. 


Siempre hubo ese pudor a exhibir lo que sentimos, el miedo a que sepan lo que nos cala y duele. En la escuela no hay una pedagogía del llanto. Tal vez porque los niños, por niños, por no haber madurado y no haber sentido la necesidad de esconderse de los otros, lloran mucho y lloran casi por todo. Conforme crecen, se piensan si llorar o no, pesan en una invisible balanza lo que perderán si se muestran tal cual son, si permiten que los demás asistan a la representación interior de sus sentimientos. Es más difícil hacer reír que hacer llorar. Eso tengo entendido, eso dicen los del cine o los novelistas a quien uno lee en entrevistas o en sueltos de prensa, cuando hablan de estas cosas.


La comedia habla de lo humano con la misma hondura que la tragedia. En lo personal, en el trato diario con los otros, siempre se prefiere inspirar pena que ser motivo de burla. La aflicción posee un efecto balsámico: cuando estamos tristes o apenados, agradecemos que se nos ayude, permitimos que nos abracen y consuelen. En ese sentido, la tragedia es más humana que la comedia, tiene más predicamento también. Quizá porque vivir es siempre un irse diluyendo, una travesía que tiene un destino y un cese. Pero también condiciona la burla, el sentido del humor, que es el sentido de la inteligencia. 


El reírse denota, más que nada, la propiedad de uno mismo, el saberse dueño de la realidad y la certeza de que se la domina. A esa habilidad en el trato con los otros, fomentando el buen rollo y las situaciones amables se le llama eutrapelia. Es virtud aristotélica que promueve lo jocoso, esa donosura aliñada de gracejo en el decir que no hiere nunca y alivia el pesar de las palabras o de los gestos. 


Hasta de la muerte nos reímos. Así, reduciéndola a motivo de chanza, le perdemos el respeto, no nos afecta como ella quisiera, no malogra la vida que no ha tocado. Leí una vez a Manuel Vicent que la sangre, el sudor y las lágrimas eran una especie de compuesto de sal y de agua que procede del mar que todavía llevamos dentro. No vemos la sangre, ni la sentimos, salvo contadas y a veces dolorosas circunstancias. pero el sudor y las lágrimas nos delatan, retratan la manera en que afrontamos la realidad o la manera en que la realidad nos intimida o nos sobrepasa. Sangramos, sudamos y lloramos para permitir que todo fluya nuevamente y nada quede dentro, gangrenando, como una metástasis invisible (todas lo son) o como una rendición secreta. Así que la risa nos salvará. Lo hará incluso cuando no creamos que debemos ser salvados. De ella proviene la alegría, que es la argamasa de la felicidad. Ella nos cogerá de la mano, aunque pensemos que caminamos solos. 


Ayer, en la feria de Córdoba, hubo sus risas y sus bailes. Cuando uno baila, sonríe. Hay una concurrencia visible entre esas dos manifestaciones de la intimidad de cada uno. Por fortuna, he visto más gente reír o bailar que llorar. Reímos y bailamos para celebrar cualquier cosa que tenga que ver con la creencia de que el mundo es un lugar agradable. La gente que se ocupa de que los demás rían merece la consideración más alta, la gratitud más honda. No es fácil, aun pareciéndolo. Tiene más asiento lo contrario: hacernos padecer, dar al ánimo el traje de tristeza o de enfado al que en ocasiones recurrimos para presentarnos en sociedad o para trasegar por ella. 

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