John Coltrane fue un músico con un don. Fue adiestrando su talento a la sublimación de ese don al servicio del mensaje de su música. A love supreme es una suite hecha de jazz que John Coltrane grabó en una formidable noche con el pianista McCoy Tyner, el bajista Jimmy Garrison y el batería Elvin Jones. A su conclusión, cuando estos cuatro músicos superdotados guardaron los instrumentos y salieron del estudio de grabación, Coltrane confesó a su mujer que había llegado a una especie de extraño cénit de plenitud y de dominio absoluto del lenguaje del jazz. Los exégetas de ese jazz, los críticos inflamados de palabras y los hippies intoxicados con esas complejas tramas de saxofón que Coltrane soplaba hicieron que A love supreme ascendiera a un status totémico que transpiraba, al tiempo, amor cósmico, conciencia de una espiritualidad global. Era lo inexpresable expresado, todo lo inaprehensible que de pronto alcanza una dimensión tangible, un punto de fricción con la realidad en la que el oyente, extasiado, contempla una versión mundana de la trascendencia a la que la música propende cuando los que la ejecutan o los que la componen acceden a cierto estado de gracia. Coltrane era un sacerdote de esa espiritualidad, un hombre con un propósito: escribir la fe que lo consumía.
Escuché A love supreme encima de un barco, el achacoso Castilla, gloria del Tercio de Armada de la Infantería de Marina. Mi amigo K. lo descubrió en un pub que amenizaba tardes de lluvia enormes con un fondo basado en el blues y en el jazz. Me dijo que le asombró la consistencia del saxo de Coltrane, me dijo que le condujo directamente al interior de la música. Yo no sé si logré ese acceso místico, si mi ingreso en el meollo de la cuestión, en la verdad de la música, en su belleza. La cubierta del Castilla no era un escenario especialmente cómplice con el jazz. Guardo, sin embargo, un entrañable recuerdo (por una vez dejen que entrañable y recuerdo se alíen para expresar justamente lo que pretenden) de esa primera vez en la que abordé consciente, deliberada y hasta gozosamente la escucha íntegra de las cuatro piezas del disco de Coltrane. Recuerdo con extraña claridad (hace casi más de treinta años) la urgencia de la música, toda esa mantra de sonidos que fluían con una magia que me parecía una revelación. Yo era el iniciado, Coltrane era el dios rudimentario de aquella religión improvisada. La precaria cinta de cassette (TDK o Basf o Sony, esas marcas compraba) no era el soporte idoneo y mi sensibilidad estaba amodorrada, anestesiada, contagiada de la funesta mecánica de la vida militar. Coltrane, en el Castilla, en alta mar, de noche, en la cubierta vacía y fría de una noche cercana a la Navidad fue uno de esos extraños prodigios que algunas veces recibimos y de los que no deberíamos desprendernos jamás. Luego he escuchado A love supreme en condiciones idílicas y he leído la información de la que antes no disponía. He descubierto el carácter religioso del autor, he entrado en esa feliz feligresía de amantes del jazz que necesitan un extra libresco, un texto al que agarrarse para sentirse aún más cómplice del prodigio que la música crea de la nada. Al contarle todo esto a K. me confesó una sana envidia (dejen que sana y envidia se alíen para expresar justamente lo que pretenden) y me pidió que le prestara la cinta de marras. Debió quedarse en el Castilla o en cuartel del TEAR en San Fernando o en algún bar a los que iba para perderme en las brumas de la birra y en la soledad perfecta de mi walkman Aiwa, siempre bien alimentado de buena música. Lo que sí debe andar todavía por el cuartel es el vinilo del que hice yo mi cinta. Bendito gasto del Ministerio de Defensa, absurdo, en su fondo: la libertad absoluta de un creador frente a la clausura gris de un recinto consagrado a cohibirla.
A love supreme tiene dos años más que yo. Un amor supremo, un amor supremo, un amor supremo. Es el jazz seminal o, si se prefiere, por no ser tan taxativo, una de las semillas (da igual en qué tierra se vuelquen) sobre las que crece el género. Coltrane se rehizo como músico con este disco. Se postuló como evangelizador y sacó a la calle su libro de salmos. No era fácil el credo, eso lo sabía. Tampoco creía poder ganarse muchos nuevos adeptos a la causa: le bastaban con los fieles habituales y algún alucinado que, en la brutalidad espiritual del mensaje, captara la voz de adentro, la suya, la de Dios, ambas, y creyese en el mensaje y lo expandiese por el mundo. La fe religiosa, de la que carezco, debe ser eso, en esencia. Publicado dos años antes de que muriera, justo antes de otra maravilla conceptual, Ascension, Coltrane llegó a una cima absoluta en la creación. En palabras de Coltrane, A love supreme era su carta de amor a Dios, el agradecimiento por haber despertado a la espiritualidad, de la que no disfrutaría lamentablemente mucho tiempo. La adicción (enorme) al alcohol y a la heroína, que cesó en cuanto comprendió el poder de la fe, le hizo ver el mal del mundo (concedió en una entrevista) y agradecía que Dios le hubiese inclinado al mal para que luego (atravesado por su luz, confesaba) le concediese la gracia de la redención. Era un pastor el gran Coltrane. Tenía a sus fieles a pie de escenario. Los tiene hoy, cincuenta años más tarde. Estarán dentro de cincuenta años. Contarán la misma vieja historia. El jazz. El amor. La luz. La comprensión. La esperanza. No hay un Dios en el libro de salmos de Coltrane: no, al menos, uno reconocible, de fácil asiento en la cultura o en alguna cultura concreta. Es un amasijo formidable de creencias, una voluptuosa compilación de dioses, todos íntimos, cómplices, atentos al susurro de la música. No creo en ninguna religión, creo en todas. Coltrane era un experimentado comunicador de su nueva vida revelada. Entra el Coltrane predicador, al que se le encomendó salvar las almas, aunque él tenía bastante con salvar la suya. No sabremos nunca si lo consiguió. A los cuarenta años se fue definitivamente. Cáncer. La plegaria estaba servida. Dios estaba satisfecho.
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