Preguntémonos con sinceridad si la golondrina de este verano es otra que la del primero y si realmente entre las dos el milagro de sacar algo de la nada ha ocurrido millones de veces para ser burlado otras tantas por la aniquilación absoluta. Quien me oiga asegurar que ese gato que está jugando ahí es el mismo que brincaba y que traveseaba en ese lugar hace trescientos años, pensara de mí lo que quiera, pero locura más extraña es imaginar que fundamentalmente es otro.
Arthur Schopenhauer
Espero sin razón merecer el júbilo de saber por fin si habrá después de la clausura un tiempo de conversación con todos los que se fueron yendo y tal vez secretamente me aguardan. Sería un gozo inesperado puesto que no he puesto de mi parte para esa gracia. En todo caso, albergo la esperanza. Es ella la que me hace avanzar. El hombre de la cara manchada me abrazó anoche en la puerta de casa. Todo lo que piensas ya lo ha pensado alguien antes, no dirás nada que no haya sido dicho antes, no hay nada que sea nuevo, ya nos hemos abrazado antes, lo hemos hecho muchas veces, tú has sentido el peso de mi cuerpo sobre tu cuerpo, yo he sentido el peso de tu cuerpo en el mío, me has mirado con perplejidad, te he mirado con repetida resignación. Vi almendras en el aire, le he dicho hoy a mi mujer. Ella me conoce tan bien. No ha reaccionado, me ha dejado decir, es de dejarme decir. Yo soy de dejarme escuchar. Una vez le propuse masticar sonetos. Un soneto bien masticado alarga la vida. Hay tratados al respecto. Hay reuniones en la Patagonia cada dos años. Van eminencias en el ramo de los confines del mundo. Los clásicos se trocean mejor. Hay sonetos de nueva hornada que se ponen levantiscos en boca. Un amigo mío se indigestó con uno y estuvo de baja. El galeno no supo qué consignar en la historia clínica. Hay galenos que están al tanto y sonríen para sí. Yo suelo ponerme para morirme si mastico poesía mística del diecisiete. En Cedar Falls hay una convención médica en la que se intercambia información sobre la manera de que toda esa bendita rendición de metáforas y de cómputo escrupuloso de sílabas no malogre el buen funcionamiento del tracto digestivo. Es mejor masticar azúcar. Se deja en la lengua hasta que no queda nada. Seamus J. Potter tiene un libro precioso sobre los efectos relajantes de la masticación pausada de cuentos románticos. Parece que el mismo amor se persona y conforta a quien se entrega a esa ingesta extraordinaria, pero yo tengo miedo. Miedo a perderlo todo y miedo a que todo sea mío. Destripo un kiwi mecánico. Una sueca con un libro de Pavese bajo el brazo compra discos antiguos de rock and roll en la plaza del pueblo. Miénteme, dime que me amas. A Sam Spade se le ve venir por todas las esquinas. Mis manos de ayer no existen y las de mañana no las conozco. Los poetas dicen estas cosas y luego salen a la calle mansamente. Beben café en los bares. Los poetas son gente de poco fiar. Se dedican a entrar en las tiendas y a saludar sin afectación a los que jamás se pondrían en su lugar. El lugar del poeta es el sueño. Fuera del sueño, caballos de cartón masticando azúcar. Miedo a perderlo todo y miedo a que todo sea mío. El kiwi ha desaparecido de mis manos. La sueca está tirándose a un corrector ortográfico. Es padre de familia, es contribuyente, tiene los pulsos rotos, el corazón le late como el mismísimo corazón del cosmos. El éter tiene una maquinaria honesta. Se sabe que está obcecada en el blues del delta y en los papiros egipcios. Hay días en que uno desea arrogarse el oficio de seminarista de alguna religión precolombina. Hay oficios sin glamour y el gremio de los correctores ortográficos no es de esos que se jacta de tirarse suecas en congresos o en seminarios. Está mejor visto el profesor de lenguas muertas. Está mucho mejor visto el profesor de lenguas muertas que el jefe de prensa de un consorcio con intereses en las islas Caimán, pero luego la realidad desdice las previsiones. En las islas Caimán hay un negociado de lenguas muertas en la planta veintidós de una torre bursátil. Ninguna sueca de los libros donde hay suecas le hace ascos a un jefe de prensa de un consorcio con intereses en las islas Caimán, pero en mi sueño Cervantes no pierde un brazo ni Obama viaja a Nueva Orleans y le habla al oído a Louis Armstrong. Le dice: Satchmo, ¿de verdad te fumaste un porro en los servicios del Vaticano? En mi sueño las gacelas están a las puertas de la iglesia. En los sueños los acontecimientos casi nunca obedecen un patrón. Uno reconstruye la trama, ve un hueco en el que cabe el universo, pero ahi se acaba el plan. Luego llegan los kiwis. Kiwis mecánicos destripados. No sabe uno a qué viene lo de los kiwis. Podrían ser manzanas levemente pecaminosas o grandes tajadas de melón en un velador donde suenen polonesas o un foxtrot. Velocidad del jardín hacia su ocaso. Vivir con algo de junio en las alas. Sentir el pecho hospitalario. Disfrutar con el envés de las palabras. Dejarse crucificar por el viento. Dejarse comer por las hormigas de la eternidad. Buscar en los diccionarios el léxico invisible. El de la decadencia. Tuve un sueño en el que una novia mía doliente y flacucha me dejaba por un trompetista que se parecía a Chet Baker. Algunas veces es un asedio la noche. Se estira entonces el silencio. Dura más el amor. Los gestos. Tántalo ha venido. Me ha dicho: pareces un poeta al que de pronto le han robado cinco adjetivos cruciales. Como eco mi corazón arrebata al mar las algas de la boca del naúfrago. Ten, Tántalo, te regalo un verso sin adjetivos. No me hacen falta, le digo. Pero Tántalo está mirándole el culo a la sueca. Un culo de salmón sin mitología. En una ocasión, un exégeta de los últimos días de los santos episcopalianos me comentó que en su niñez tuvo un sueño húmedo que le hizo retraerse en sus inclinaciones místicas. Era una muchacha de la vecindad, comprábamos el pan juntos, me miraba con pequeño arrobo, me decía con voz muy dulce lo bonito que eran mis ojos. Era yo entonces débil, sigue siendo débil ahora. Alumbra el amor cotidianos gestos. La pasión escancia su lenta orfebrería. Palabras dulces, amigos. Febriles jugos. Toda esa herida sangrando algas en esta noche sin cálices. Todo ese oscuro asunto de gacelas que acaban muertas en la puerta de una iglesia. Como si hubiesen ido a abrevar a Dios. En los sueños a veces las gacelas no tiemblan después de recorrer distancias enormes. Se ven ir arriba y abajo como si les perteneciera el ojo que las mira. Se las ve firmes incluso ante la evidencia de que están a punto de morir. Nunca vi morir gacelas salvo en un sueño. Nunca tuve novias con un máster en literaturas germánicas medievales. Ni siquiera pensé que esa posibilidad pudiese existir. Tuve una novia flacucha que leía en el autobús. Versos cortos de los que yo escribía. Decía que tenía un novio poeta. Que nunca había tenido uno. Leía en voz baja sin que le importara quien mirara. Como el río se adentra en la noche. Como la luz al huir busca altura. Como duele el aire. Como el amor repone su semilla. Como el trémulo goteo del deseo colma el vaso, moja el plato que lo acoge. Como el río. Como la luz. Como el amor. Como el deseo. Así mi voz se adentra en mis sueños y los fecunda. Salen hijos de Freud por todas partes. Los veo tirotear gacelas. Es mejor disparar contra una gacela muerta. El éxito está asegurado. Podría decir los versos más tristes esta noche. Arde la calle al sol de poniente. Qué harías tú en un ataque preventivo de la URSS. Si te dijera, amor mío, que temo a la madrugada. Hieren como amenazas. Sangra la luna. Tienes ya veinte años, cuerpo de ola. Tu madre no quiere que salgas sola. Hoy puede ser un día, plantéatelo así. Soy un corazón tendido al sol. Tengo todas palabras, tengo el libro donde están todas ellas. Venga a nosotros tu reino. Mi novia de 1982, la de ojitos dormilones, la de pezones reventones, me hizo jurar que jamás leería a Chéjov en la cama. Son promesas que uno cumple sin esfuerzo. Te prometo que nunca leeré a Chéjov en la cama, novia dilecta, oh amada por encima de las turbulencias del tiempo, túnel en donde vierto mi nunca morir jamás. El tiempo no lo cura todo. Lo sabe Leonard Cohen. Lo saben todos los cien mil hijos de San Luis. Lo sabe el plenipotenciario agente de aduanas de una novela de espías que terminé hace poco. Los sueños se cumplen a veces. El timonel escora dulcemente la memoria y el barco se acerca a mil novecientos noventa. Fue el año de las grandes puertas abiertas. El año de las turbulencias absolutas. Luego vino Kafka. Kafka no es masticable. Ni siquiera puedes adecuar su presencia intangible al tamaño de tu boca. Si lees a Kafka con mucho entusiasmo acude la migraña. Kafka da migraña. Es una araña peluda la migraña que te recorre la cabeza y no te deja pensar en nada. Sólo hay arañas peludas. En el corazón de todas las arañas peludas del mundo Kafka está escribiendo todas las cartas, todos los cuentos. Todas las grandes arañas peludas te pertenecen. Kafka te pertenece. Puedes ser Kafka si te lo propones. Esto es para que veas la robusta complexión de mi verbo. Llevo años abriéndome el pecho. Adentro está el desvarío. Está la fiebre. Mirad el vértigo. Un vértigo de caballos masticando azúcar. Un sueño de hijos de Freud con túneles nórdicos al fondo. Un corazón no debe ser en absoluto duro. Una humildad de espuma en verdad le conviene. Un gato me mira ahora. Es Kafka que se ha cansado de morar en la cabeza de una araña. Es la abolición de los grandes caracteres maximalistas, es el triunfo del epicureísmo de las almas puras.
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