Fotografía propia
A veces el cielo es un elemento más del juego. No se le hace aprecio, no se considera a fondo. En ocasiones, cuando las cosas se tuercen, alza uno la cabeza y lo mira en la creencia de que estamos siendo escuchados. Algunos, en esa plegaria, hablan con el dios que veneran; otros, sin credo, simulan una especie de diálogo con uno mismo, por si llevamos dentro a alguien que sepa de nosotros lo suficiente como para decirnos qué nos está pasando. Quizá ambos entablen también una conversación de la que no tenemos noticia. El cielo es un secreto. No hay otro mayor. El mar es otro. Ante su majestuosidad, nos rebajamos, reconocemos lo irrelevantes que somos, admiramos la grandiosidad del escenario en el que hemos sido colocados. En el juego de los niños, importan la tierra y la luz, los colores y los sonidos. No he visto ninguno que haga participar al cielo. Es uno de esos testigos que lo sabe todo, pero al que nadie llama a declarar. Gagarin, el astronauta ruso, quizá más ruso que astronauta en este caso, al ser preguntado, dijo que había mirado y mirado otra vez por ver si lo veía, pero que allí no estaba Dios. La historia del cielo es una metáfora enorme, una especie de metáfora novelada. Ayer, al mirarlo como se entenebrecía a media mañana, pensé en el poco tiempo que le dispensamos. Miramos si amenaza lluvia o si el capricho de las nubes dibuja bestias luchando, ángeles que se abrazan o catedrales que bailan. Estamos atentos a la ciencia o a la religión, que son el haz y el envés que nos enseñaron de la misma extraña sustancia. A lo que no concedemos atención alguna es a la literatura. Los poetas, que tienen esa mirada que los demás no poseen o no practican con empeño, son los que piensan en el cielo. Le hablan, lo escuchan. Saben, comprenden. Se alegran, se duelen. Al poeta le incumbe el cielo. No es de los sacerdotes, ni de los dioses: es el poeta al que le susurra lo que ha visto y el poeta lo transcribe, aunque no siempre se le comprenda, tampoco busca hacerse entender. Es el cielo el que le habla. Sobre el paisaje, sobre las casas, sobre las chimeneas, el cielo existe: tutela el juego de los niños, vela porque concluya y planea el juego del día siguiente. Al contemplarlo, cuando depositamos en su vasta techumbre toda nuestra fragilidad y nuestro desconsuelo, todas nuestras esperanzas y todos nuestros desvelos, estamos hablando con la divinidad, con lo intangible, con lo etéreo, con nosotros mismos también o quizá únicamente. Hoy, en un rato, al salir de casa, cuando alce la vista y lo escrute, le diré que me asista. No sé bien si valdrá para algo. Si lo que ensayo es un rezo privado, exento de líneas memorizadas y de sintagmas mecánicos. No creo que tampoco sea malo. Tampoco sé si existe un cielo que sea una casa cuando dejemos ésta. No se pueden saber esas cosas. Prefiero pensar que no hay otro viaje que el empezado al nacer y acabado al morir. En lo demás, en el hilo de las metáforas, me dejo convencer por quien me ofrezca un poema que me guste. La mejor homilía es siempre lírica. El mejor cielo es el que nos cubre cuando andamos.
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