Del día que vendrá no sabes nada.
(Hymnica, Luis Antonio de Villena, 1978)
No saber qué aguarda, ni con qué gesto
morir nos acogerá en su conjugación postrera.
Tener a mano unos libros con los que ocupar
el invierno cuando el frío arrecia afuera
y la casa es una declaración de intimidad pura.
Tampoco saber cómo festejar estar solo,
salvo que la memoria nos convide al festín
antiguo de su carruaje de pétalos y música.
Mientras aguardas la venida de lo oscuro,
deberás dar cobijo a la luz, que es dócil
y recama más luz en su blonda de aire.
Si te acucia el temor a la tristeza,
estará bien contar con quien te haga reír
y ocuparse con vehemencia inocente
en los fastos de la carne y del espíritu.
El cuerpo es un festejo del alma.
La palabra es una emanación de la divinidad.
Todas las celebraciones del amor la contienen
y habrá quien te sostenga cuando flaquee
la elocuencia y decir sea una cima
de la que no tengas más propiedad
que un recuerdo adolescente
o una caricia oportuna cuando la piel
es una catedral horizontal y agradecida.
No pienses en el veneno procaz ni en la tosca sangre
si el fulgor de esos prodigios procuran dolor.
Querrás volver a paladear la fruta de la dicha,
pero no tendrás deseo alguno, ni buscarlo sabrás.
Ya no refulge en tu horizonte la violencia del paisaje.
No pensarás en nada que turbe tu dulce melancolía.
Poco más podrás entender. Nada delatará tu hastío.
Serás un poeta que de pronto descubre lo inútil del verso.
Ayer se fue, mañana no ha llegado, escucharás a lo lejos.
¿No asombra este anuncio de esplendor,
este clamor oscuro que asciende la tarde?
El amor es un racimo de tierra opulenta.
La derrota es siempre más hermosa.
Conspira en la sombra, fragua conjuros, urde secretos.
Ardes sin fuego, mueres sin que nada lo presagie.
Y, sin embargo, duele este sordo apuntalar días,
este curvarse, este exprimir con precisión, con ternura,
la pulpa grávida y dura de los años.
Serás finalmente feliz, pese a que no lo anhelaras.
Una terca insistencia de ancla dirá de ti lo que amaste la vida.
Como un vuelo de pájaros en un sueño.
Como un mar que recapitula cada ola que arrojó a la orilla
y hace inventario de los naufragios y de las tormentas.
La caligrafía es siempre el cuerpo, su pulso de herrumbre,
la sangre yendo y viniendo como una brújula enloquecida.
Nada tendrás, nada tendremos.
Las máscaras fueron vana mentira, trémulas distracciones.
Cuando el fin concurra y el espejo lo afirme,
alégrate de haber apartado a manos llenas lo vulgar.
Busca la iridiscencia promiscua de un cuerpo
al que amaste con entrega absoluta
y memoriza la danza de unos dedos
trazando un mapa de placeres en el tuyo.
Diste de ti cuanto pudiste, no hubo brida ni cancela.
Ahora lee a los clásicos. Hay un dios para cada roto.
He aquí la gloria de lo pasajero, la saturnal ofrenda.
Un fuego o un escándalo escolta tu pálido cese.
Un río de labios. Una eclosión o un vértigo.
En ebrio y fugaz arrullo comprenderás
el afán famélico de las horas gastadas en encontrar
un sentido, un origen, una clausura.
Eres un hereje de ti mismo, una anomalía feliz.
Cierra los ojos. Persevera en tu intimidad. Elévate.
Verás cómo se desvanece todo si tú lo deseas.
Cómo todo regresa con novicio entusiasmo.
Tras el oro, acepta la miseria.
Déjate llevar, haz que permanezca un asombro último.
El tiempo de la esperanza ha fracasado.
“Vivir sin hacer nada. Cuidar lo que no importa.
Y si todo va mal, si al final todo es duro,
como Verlaine, saber ser el rey de un palacio de invierno”.
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