El sombrerero loco de Carroll en discos de vinilo en los ochenta. Selling England by the pound. Foxtrot. Nursery rhyme. Uno se da cuenta que está a salvo del aburrimiento a la vista de estas señales. Mira hacia atrás y encuentra los prodigios habituales, los que mantienen a raya al tedio ése del que hablamos. Uno de ellos, uno fascinante, estaba siempre ahí, en las historias medievalistas, de gigantes en los bosques y de atmósferas brumosas que calan el alma como si fuese un aguacero místico. Dio igual que se fuese el genio de Gabriel. Que Hackett probase en solitario discos irregulares, volviendo como podía al sonido ampuloso del que abrevó su talento. Los fanáticos más acérrimos (a veces lo soy, pero no conviene ese no saber apreciarlo y respetarlo todo) hunden a Collins, niegan que salvara la banda y la condujera al primor de los discos en Charisma. Con la Virgin, Genesis se deshizo, se armó de pop, es decir, de una blandenguería de la que antes, en la sublime época de las aventuras progresivas, carecían absolutamente, sin que nada hiciese ver ese dejarse convencer por el billboard, por el público joven, por la industria, que es un monstruo y actúa como monstruo. Hacía años que no veo un buen disco (un buen disco entero) de Genesis. Quizá Abacab, y tampoco. Vi al grupo en Málaga en la gira Invisible touch y brinqué y aluciné como si tocasen las perlas del pasado, pero se decantaron (ay mis vicios quebrantados) por la hornada reciente. No mermó el espectáculo esa renuncia. Tocaron Firth of Fifth y la pieza capital de la época mainstream, Turn it on again. De eso hace mucho tiempo. Era yo un ingenuo. Ahora lo soy en una medida distinta. Ingenuo en otras cosas. Crecido en ésas, quizá. En todas las andanzas de mi alma concupiscible y golosa están los discos de Genesis. En cintas de cassette amorosamente grabadas, en vinilos escrupulosamente mantenidos, en CDs trabajosamente comprados. Todo está ahí. Salvándome del aburrimiento cuando llama a la puerta y hocica su morro gris de monstruo familiar y triste. Y ahora, si me disculpan, cierro el post, me engancho a mi Ipod y salgo a la calle con The lamb lies down on Broadway. En la parte de In the cage suelo caer transverberar, elevarme, sentir como que entro en una especie de pequeño trance. Todo es inapreciable. Puedo estar en la cola de la charcutería y no manifestar ese sublime estado de gracia. Pero juro que lo tengo. Uno se va curtiendo en disimular los vicios, en esconder los estigmas de su causa. Ésta mía es inofensiva. Placentera. Lujuriosa. Ardiente.
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