Fotografía: Tony Frank
Leo que un sello grande del soul como Stax fue remiso a adaptarse a los nuevos tiempos y rehusó que su arsenal de estrellas grabaran en aquel primoroso estéreo. También que Jim Stewart, el fundador, blanco y emprendedor, amante del country y del rock-a-billy, desatendió a esa nómina de talentos, a pesar de que la competencia (Motown) mimaba a los suyos. No aprecio esa sutileza cuando escucho los discos de Sam & Dave, Rufus Thomas, Booker T. and the M.G.'s o Isaac Hayes, su más confiable perla, pero a quien adoro es a Otis Redding. A Stax la engulló Atlántico Records, que urdió una artimaña legal por la que se apropiaba de los derechos de las canciones del pequeño (y prometedor) sello de Memphis. Guardo entre mis tesoros discográficos una caja con abundante material de la época dorada de la compañía de soul negro sureño. No truncó el liderazgo de la Motown, pero le hizo sombra durante una década prodigiosa. Redding fue su icono incontestable, una especie de dios negro con todos los ingredientes para escalafonar meteóricamente en el estrellato de la música popular norteamericana. Su muerte, cuando tenía 26 años, cortó esa evidencia y cerró la caja de caudales de la propia Stax, que vivía maniatada por oscuros intereses comerciales que movía el gigante Atlantic desde la lejana Nueva York. Ninguna de sus otros artistas pudo alcanzar el magisterio de Redding. La avioneta que llevaba a todo su equipo (su banda de acompañamiento, Los Bar-Keys) a una gira cayó al lago Monona en Wisconsin. Faltaban tres minutos para que aterrizara. Los mismos minutos que dura la canción que acaba de grabar días antes, la que lo haría no morir jamás, (Sitting on) the dock of the bay. Antes de esa balada inmortal, había publicado soul desgarrador, piezas bruñidas con una sonoridad entre lo tierno y lo volcánico. Sus proezas melódicas fascinaron a los Beatles y Jim Morrison miraba a Otis en los conciertos como si estuviera ante un Jesucristo negro. En el festival de Monterey, cuando los hippies se metían polvo de ala de mariposa y veían colores en el fondo de todos los pozos, actuó gratis, a su pesar, pero plantó su cuerpo de gigante de la Georgia proletaria y recitó un recetario de dolores dulcísimos que, a oídos del gentío, debieron ser salmos del fin del mundo.
El soul, que es una especie de folk negro impregnado de blues o una especie de blues negro untado de folk, era en los sesenta una música de consumo mayoritariamente negro. Salvo los típicos temazos (When a man loves a woman, la pieza póstuma de Redding o What a wonderful world) los discos de larga duración del género eran pasto de las comunidades afro-americanas y las emisoras regionales. Fue Redding quien levantó el género hacia un consumo más multitudinario. Dejó de ser la banda sonora de los derechos civiles de los negros y el ritmo que le hacía llorar o mover los pies, según terciara, para ganarse un capítulo en la historia de los géneros universales.
Melody Makers, la revista inglesa del rock y del pop, en los sesenta, dijo que Otis era Dios, la mejor voz de la década. Su aterciopelado grito sureño, su teatralidad hechizaba cualquier cosa que cantara. No pudimos saber si el encanto de su voz cedería al peso a veces inevitable de la fama, los bolos y los achuchones de los intermediarios. Él amaba el dinero y acababa de empezar a verlo venir a espuertas. Suele pasar que los dioses acaban pidiendo un micrófono para volver a contar a su feligresía el mensaje de paz y esperanza que alentó su magisterio. No sabremos si Otis Redding hubiese acabado a lo Elvis Presley, enfebrecido por el poder, masacrado por un legado insoportable, gordo y hasta arriba de ego y Andersen. Try a little tenderness, (Sitting ... ), These arms of mine, Fa fa fa fa...,I've been loving you too long o I have dreams to remember (que Robert Palmer bordó en una exquisita versión) son algunas de las gemas que firmó, aparte de componer la gema de Aretha Franklin, Respect. Ahora abro la caja del CD y lo deposito con mimo (reverencialmente) en la bandeja.
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