«Debería existir una escritura de la no escritura. Un día existirá una escritura breve, sin gramática, una escritura de palabras solas».
Marguerite Duras
Entramos en una habitación de hotel y entendemos la existencia de cada objeto: sabemos a qué atenernos al mirar el gris de las cortinas, el minibar, la cama y el teléfono, pero la literatura nace cuando en un cajón encontramos una pistola cargada o una rana muerta o un biblia en polaco con algunas manchas de sangre. Todo entonces se dispone para que el argumento derrote la tristeza de entenderlo todo y podamos sentir, pecho adentro, el asombro. Luego desaparece la anomalía física, la pistola, la rana, la biblia. Entramos en una cabeza de un escritor y advertimos las impurezas del mobiliario, cierto desorden que nos sobrecoge. Vemos la niñez, “ya fábula de fuentes”; vemos los años de la precocidad o del ensimismamiento. Luego acontece la realidad como un espejo de la que afuera bulle y nos atañe, pero la del escritor es minuciosa, un Aleph que lo contiene todo o que a todo presta la minuciosa atención que requiera.
Para la escritura de Marguerite Duras y para ella misma las habitaciones de hotel eran manifestaciones de una vida antojadizamente solitaria, una extensión tangible de un mundo quebradizo, físico, de una fulgor insoportable, al que solo podía respuesta con la literatura y con su cuerpo. Ambos eran depósitos del mismo caos. A la literatura le concedió siempre la más alta consideración: nunca la defraudó, siempre la tuvo a mano, le dio su entera existencia, no dejó de usarla (y de que la usase) con el propósito de que, más que aliviar, paseara con ella, respirara con ella, sintiese con ella.
El inquilino de una habitación de hotel descree de esa felicidad ilusoria consistente en el hallazgo fortuito de nudos de argumento, podríamos decir. La pesa y la aleja. Una felicidad canjeable. La habitación es una pertenencia suya, pero ayer fue de otro y mañana de otro. Es de cualquiera, nadie deja nunca una habitación de hotel. Hay una iridiscencia permanente. Una huella. Marguerite Duras impregnó muchas de esas habitaciones. Las llenó de palabra y de amor. Literatura y sexo. Nada le gustaba más, salvo tal vez el whisky. Tuvo el afán de escribir y el de coleccionar amantes. Dijo no recordarse sin que las palabras la acompañaran o sin ser confortada por otro cuerpo. Se dijo de ella que fue una comunista incómoda (la expulsaron del partido), una esposa promiscua (tuvo decenas de amantes recurrentes e incontables ocasionales) y una escritura anárquica (su estilo se desligaba de la construcción tradicional y de la gramática clásica).
Marguerite Duras es la escritora que no fabula, si se me permite. Es ella la que paradójica y extraordinariamente se cuenta: su obra es un túnel que conduce a lugares que ni la reconocida propietaria cree suyos. Se exhibe, se da con absoluto rigor, con entera y airosa eficacia. No hay manera de medir ese modo de manejarse, no se ha encontrado herramienta que descerraje el interior de una mujer como Duras: todo es excesivo, todo es orgánico, todo es rigurosamente verosímil. Hay verdad en El amante, la novela de 1984 en la que se narra cuando a sus quince años ama a un caballero chino que la instruye en las bondades (ya irrenunciables) de la carne. Ya no abandonó esa promiscuidad que la hizo ser, por encima de todo, lo que su rebeldía iba dictando. Lo impúdico es lo fértil. Lo que nos violenta es lo que nos hace estar vivos. Cuando su marido estaba en el campo de concentración de Dachau, Duras escribió El dolor. No hay título más verosímil tampoco. Era fabulosa con esas frases abruptas que no precisaban alardes sintácticos. El alarde era el dolor.
"Muy pronto en mi vida fue demasiado tarde". La última parte de su vida fue de una incorrección absoluta. Ella entera era una anomalía y no se conminó a suavizar la imagen que de ella se había formado (ninfómana, disoluta, áspera). Toda su vida era un escaparate al que cualquiera podía asomarse. Todo el que escribe es un escaparatista. Escribir es un palimpsesto del que a veces quedan líneas sin acabar de borrar o hasta alguna que se libera y se constituye fantasma. Cuando las palabras se hacen invisibles y no se saben de dónde proceden ni a qué aspiran el escritor ha alcanzado un grado de plenitud absoluta. Se ha hecho maduro, si es que esa aspiración es legítima o recomendable. Cada lector de Marguerite Duras es un voyeur privilegiado. Leerla es una experiencia extrema. No porque nos escandalice lo leído, ni porque creamos que la moral de sus personajes es, cuanto menos, irritante o abiertamente execrable: es la sensación de que hemos sido invitados a un espectáculo de una intimidad sobrenatural. Estamos de pie observando una persona sin que exista vínculo que autorice esa violación sensible. Es ella la que se abre: cuerpo y alma, carne y literatura. Todo es una disección pausada. Frases cortas, punzadas breves, trazos limpios. No hay sangre, no se advierten cicatrices. Ni heridas. El cuerpo se recompone. Tiene esa cualidad. Como buen fantasma, pasea sin que se perciba su paso. Como buena escritora, estremece sin que sintamos miedo. Al final dijo no tener boca, no tener rostro. La vemos con un cigarrillo en la mano y una copa por vaciar. Es el rostro el que informa del delirio de la vida. Ese es el mapa fiable. Sus ojos pequeños. Su escribir conciso. La escritora (dramaturga, directora de cine) llevó hasta las últimas consecuencias la precocidad: haber empezado pronto, haberse quemado antes. Todo lo demás fue un fuego moroso, una llama que crecía o se desvanecía, pero que iluminaba sin pudor. Es cuando la literatura cumple una de las funciones que se le encomienda: la de hacer que lo oculto aparezca, que lo ajeno se antoje propio, que lo oscuro (sublimado) resplandezca.
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