10.10.22

283/365 Giuletta Mesina




 "Giulietta posee la levedad de un fantasma, de un sueño, de una idea; los movimientos, las habilidades mímicas y las cadencias de un payaso. Refleja sorpresa y consternación, momentos inesperados de alegría y también los alarmantes ataques de tristeza de un payaso". 

 

(Federico Fellini habla de Giulietta Masina)


Giulietta Masina es un ángel en blanco y negro. Un payasito con toda la luz triste de todos los payasos. Está rota la palabra payaso. Se ha ido rompiendo y nadie ha hecho nada por recomponerla. A Fellini, el crápula, el licencioso, el de la imaginación y el desorden, le gustó la firmeza de carácter de la mujer con la que llegaría a compartir cincuenta años de cine y de vida, ambas cosas invariablemente de la mano, más en la Italia que dejó la guerra y en la que se afincaron penurias y reveses que el arte, lo sabían los dos, podría aligerar. Fue el tiempo del glorioso neorrealismo, que empezó siendo un movimiento moral y terminó abrazando uno estético; fue el tiempo de privilegiar la dignidad de las clases desfavorecidas y también el de abrir los ojos a los que preferían, por mera comodidad, por no fatigarlos con la visión de la pobreza, mantenerlos interesadamente cerrados. Ella, la Masina, hacía que todo fluyera con la dulzura de lo tierno, con la ternura de lo dulce, con el amor con el que hacer que vivir sea tierno y sea dulce. Cuando pienso en ella, recuerdo a mi padre. La nombraba con el nombre de pila, hasta le daba un tono italianizado, como si la semana que pasó en Italia le adjudicase una propiedad fiable de la fonética y de los gestos. Mi padre decía la Loren y decía la Masina. En una época en la que el neorrealismo era un franquiciado (España tenía el mismo cáncer que devastaba Italia, si no peor) el cine constituía un bálsamo. Se iba a las salas como quien acomete un protocolo religioso. Mi padre vio La strada en alguno de ellos, no recuerdo cuál, aunque seguro que me lo refirió. Sé cómo se sentía cuando acabó la proyección. Tendría la sonrisa dibujada en la boca y hasta los ojos vidriosos, como de no saber si dejar que se arrancaran en alguna lágrima. Era la Masina. Un ángel, un payaso, una de las grandes. 


Como buen fantasma, carecía de las formas rotundas de todas las grandes señoras del cine italiano: Fellini, tan ocupado en llenar sus películas de mujeres arrebatadoras, se refugió en un en una diminuta, grande por dentro, en nada pagana y procaz, sino enaltecida por un espíritu, que es una forma hermosa de escindir lo fabulado (el cine, el arte) y lo tangible y terreno (la vida). Él la llamaba “lo spippolo”, como si la misma palabra (una cosa sutil, un apaño semántico liviano) pudiera sujetar la opulencia de una personalidad intensa, de la que (a pesar de sus cortejos en cama ajena) se sentía profundamente enamorado. Es la comedia la que se arrima al drama como la vida muda a llanto a poco que se la fuerce. En Las noches de Cabiria, tan triste y tan ocupada por la decepción y por el desencanto, es ella (la Cabiria que interpreta Giuletta) la que obra casi con exclusividad el milagro absoluto de la que la esperanza aflore y la prostituta, la ingenua mujer que no escarmienta y sigue perdida e inocente, a pesar del oficio y de los reveses, represente la fe en la bondad del género humano, la restitución de una pureza que, al verla, nunca se cree que haya faltado alguna vez. 


Giulietta Masina no fue una diva del cine, ni lo pretendió, pero tenía algo que muchas de esas inmortales divas ni remotamente despertaban: empatía, esa facultad que podría salvar el mundo. Toda ella era sutileza y candor. Anna Magnánimo, Claudia Cardinale, Capucine, Anouk Aimée (de menor pujanza física), Anita Ekberg (la divinidad hecha carne), María Antonieta Beluzzi (la inasible estanquera de Amarcord) o Sandra Milo (su amante más duradera) eran las musas de Fellini (damas de una volcánica gestualidad, actrices que llenaban con voluptuosa carnalidad la pantalla), pero la intimidad era ajena al cine y allí Giulietta reinaba. Ese trono no tuvo reemplazo. Todas las improvisadas mujeres que encandilaban la promiscua imaginación de Fellini rivalizaron sin éxito con la (paradójicamente) muy celosa Giulietta. La cinta Giuletta de los espíritus (1967) es una declaración en clave onírica de todas las infidelidades que recibió en esos cincuenta años de matrimonio. La actriz concede que sea ella la afrentada, pero no hay ni una sola evidencia de que toda su inocencia flaquee y surja algún pequeño destello de ira o de venganza. Fellini era un hombre deliciosamente prostibulario. Giuletta era consciente de que esa inclinación lupanaria (déjenme alejarme del diccionario), pero siempre (se jactaba de ello) se despertaba junto a su marido. Tal vez los uniera el primer hijo muerto (ella se cayó por una escalera en avanzado estado de gestación) o el segundo (falleció al mes de nacer por una insuficiencia respiratoria) o no haber tenido nunca ninguno otro y llevar esa orfandad inversa durante el resto de su vida en común. Lo que pudo arruinar un matrimonio produjo el efecto contrario: lo afianzó, le dio una estabilidad rocosa, indeformable. “Yo nací el día en que vi por primera vez a Giulietta”, declaró Fellini en una entrevista. Ella fumaba empedernidamente y él odiaba el tabaco. Ella era de un catolicismo militante que la hacía respetar los lazos del matrimonio; él era un espíritu lascivo que desoía cualquier advertencia que rebajara o amonestara su ansia absoluta de placeres. Cuando en 1992 Fellini recibió un Oscar honorífico en reconocimiento a su carrera cinematográfica, ella rompió a llorar desconsoladamente, a lo que su marido, desde el escenario, la conminó a que parase: “Tú no dejes llorar. ¡Giulietta, por favor, deja de llorar”. Es lo que tienen las almas sensibles, las cándidas, las puras, las enamoradas, las inocentes. En 1994, a los cinco meses de la muerte de su marido, ella dejó este mundo. De haber nacido hombre, habría sido un Chaplin. Era igual de cómica. Toda su sensibilidad era empatía pura. 

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