3.10.22

276/365 Truman Capote

 



"Bueno, la obvia conclusión es que con el tiempo acabaré matándome"

(Truman Capote, en una entrevista televisiva en 1978)


Érase un niño roto que no se recompuso nunca. En conformidad con su talento, aureolado de un deseo inmenso de ser considerado y, caso de que se intime con su escritura o con su persona, admirado, Truman Capote tenía la firme convicción de que ascendería en la escala social y ocuparía un lugar sublime en el olimpo de los grandes escritores. Se le concede el don que otros alcanzan con la madurez a poco de principiar su obra, que declinó a medida que el escritor dio paso al hombre y la escritura se transformó en un compromiso que le asegurara ser invitado a la pompa de las grandes fiestas. Todo grande, todo en letras mayúsculas, todo acelerado. Amó lo exclusivo, lo que no se tiene a no ser que hayas nacido en una familia notable o hayas destacado en alguna disciplina del agrado de todos los que venían con la distinción en los genes. Los suyos eran defectuosos, él también lo era. Lo disimuló hasta que un cáncer de hígado lo igualó al resto de los mortales, de los que él jamás fue un igual, si se lee con detalle su biografía. 

Amanerado desde pequeño, sensible hasta el desmayo, inagotablemente poroso a todo lo que le agitara e hiciera olvidar la soledad y el abandono, Capote aspiró a salir de su Alabama natal, fugarse del sur provinciano y codearse con quien en la gran ciudad apreciara su desviación, su habilidad para las relaciones sociales, su infatigable deseo de que la literatura (a la que se consagró con ardor y en la que destacó como nadie había hecho a su edad) le abriera las puertas de la sociedad y se cerraran tras su paso, dejándole a él (hábil y entusiasta) en el manejo de lo que ocultaban. Amó lo rústico de su vida rural, no dejó jamás de recordar de dónde procedía y, sobre todo, a dónde había llegado. En Otras voces, otros ámbitos, su primera novela, el escritor se entreveía un sentir inexorablemente trágico de la existencia. Parece mentira que con 24 años ya vaticinara qué habría de suceder después. con qué envenenado misterio la vida lo iría debilitando, convirtiendo en un personaje de sí mismo, en un ser arrebolado de carisma, ungido por la elocuencia más extrema y, al tiempo, íntimamente solo, anhelando una especie de declinar moroso del glamur de las celebraciones, a las que era adicto y que lo definieron por encima (esa fue su desgracia) de su impecable destreza en unir unas frases con otras y armar un texto. 

Tras el triunfo literario llegó el cinematográfico; juntamente con esos dos hitos en su palmarés artístico, el cada vez menos joven Capote sortea el dolor de una madre suicida, que nunca le quiso, y de un padre ausente. Consciente de que la única vía para no caer en el ostracismo (que era lo más alejado a la extrovertida naturaleza de su ser) se consagra a trabajar a tiempo completo en una novela que sobrevino al leer en el New York Times la matanza de Holcomb, en Kansas. Esa tragedia es parte de la literatura del siglo XX. A sangre fría, publicada en 1966, supone la conversión oficial del periodismo en literatura. Tardó casi ocho años en acabarla y los ocupó (una considerable parte) en visitar a Perry Smith, uno de los asesinos de la familia Clutter, trabajar la historia de primera mano y asistir (dolorosamente) a su ejecución. Capote se granjeó la confianza de los lugareños sin tener que reprimir ni su abierta homosexualidad, mal vista, ni su poco habitual manera de expresarse (refinada, culta, amanerada). Harper Lee, autora de Matar un ruiseñor, a la que él admiraba, contribuyó a que las notas que tomaron cobraran cuerpo en una novela. Nunca se embarcó en una aventura literaria con compañía: su ambición desmedida por triunfar prefirió no compartir el éxito con nadie, ir solo al cielo o al infierno. Anduvo en ambos antes de que uno de los dos lo abrazara definitivamente. El cielo fueron las terrazas de Manhattan. Toda la ciudad se rendía a su imán cautivador. Capote era el motivo de ir a una fiesta y, en más de una ocasión, el motivo de abandonarla. Sin pudor, se exhibía borracho o drogado y aireaba (con pasmosa verosimilitud) los chismes de la alta sociedad, que se le confiaban sin que los reclamara y que guardaba como quien tutela la llave de un tesoro. La guardaba en su cabeza, no en su lujosa casa de los Hamptons, a orillas del mar. Tras involucrarse hasta extremos enfermizos en la publicación de A sangre fría, Capote decide dejarse ir. No puede ir más lejos, no hay nada que pueda hacer que iguale ese destello de brillantez, esa pieza mayúscula de arte y ensayo, de información y de literatura. La obra le hace más rico aún, es la admiración de todos los escritores, incluso de los que, como Norman Mailer, lo repudiaba. Bastaba una fiesta para que el actor desplegara sus dotes dramáticas y encandilara a cualquiera. 


La faceta más admirable de Capote puede que no sea la escritura, que ya es más que admirable de por sí, sino su absoluta facilidad para resplandecer como si fuese oro bajo las luces de las fiestas. No había ninguna que no contara con él. La mayor de todas, fechada en noviembre de 1966, a poco de lanzarse su gran novela, contó con más de quinientos invitados y todos debían respetar escrupulosamente los requisitos exigidos: vestir de blanco y negro y plantarse una máscara en la cara. Venecia en el Plaza de Nueva York.. Asistió casi cualquiera que entonces tuviera un nombre y no deseara perderlo. Se cuenta que fue un éxito enorme y que muchos de los que acudieron juraron no dejarse embaucar de nuevo y negar con energía si eran nuevamente invitados. Allí, junto al mejor anfitrión del mundo,  bebieron, rieron, danzaron y posaron Frank Sinatra, Lauren Bacall, Marlene Dietrich, Philip Roth, Harper Lee, Greta Garbo, Andy Warhol, Tennesee Williams, Henry Fonda... Faltó la mejor amiga (y protegida) que tuvo, Marilyn Monroe, que había muerto cuatro años antes. Tampoco estuvo Audrey Hepburn, que no era santa de las muchas devociones de Capote y que no dio la talla, a decir suyo, en la película Desayuno con diamantes, basada en su novela Desayuno en Tiffany´s: su Holly Golightly debía haber sido la Monroe. El evento lo elevó a los cielos de la sofisticación social, casi le arruina, pero fue feliz. The Black and White Ball (El baile en blanco y negro) fue el momento más álgido de muchos y el comienzo de una caída imparable a la que no puso impedimento alguno y en la que se encontró a sí mismo de un modo protocolariamente dañino. 


Leí en algún lado algo que hizo que me conmoviera, es cosa de buscar, algún algoritmo me será útil: todos los días que vivió en adelante fueron la resaca de esa fiesta, la más grande celebrado nunca, se dice todavía. En Música para camaleones, una obra menor, pero adorable, Capote escribe que la escritura es divertida y hace que lo pases bien hasta que de pronto descubres que si hurgas en ella surge lo oscuro y te abduce. "Cuando Dios te concede un don, al mismo tiempo te da un látigo", escribió. Se zahería con él, se lastimaba adrede, se creía santo y pecador sin que uno u otro venciera. Sus inicios como periodista eran su refugio. Lo entusiasmaba el mandato radical de un buen reportero: ir a un lugar, abrir bien los ojos, escuchar con radicalidad extrema, anotar hasta la respiración de los árboles. Una vez que tenía esos mimbres, hacía aparecer el mejor cesto. 

De Capote me gusta casi todo, incluso lo malo que hizo; visto en comparación con algunas otras cosas malas que hicieron otros, me parece maravilloso. De vivir ahora, aparte de estar pavoneándose en fiestas y en redes sociales, ejerciendo de divo a tiempo completo, asistiendo a cualquier programa televisivo en el que se le pagara por hacer de sí mismo, Capote sería un maestro del periodismo (se da por cierto eso) y un novelista de fuste, ambos oficios juntamente, uno añadido al otro hasta que no sepamos con seguridad dónde empieza uno o acaba el otro. Los malos imitadores (buenos hay legión) engolan el texto informativo (pues es información al fin y al cabo), lo endulzan o lo enturbian, le dan vuelo literario, que no es escribir bien, sino escribir como si estuviésemos en una clase de escritura creativa. Nunca he asistido a ninguna, pero imagino que forzarán la máquina (la posible máquina que los inscritos aporten al curso) y pedirán que el lenguaje sea una fiesta de los sentidos y todo eso. A mí me encanta Truman Capote porque escribe sin que se note mucho que está escribiendo. Hay un poso lírico (que viene de El arpa de hierba o de Otras voces, otros ámbitos, novelas primerizas y que no abandonó del todo) que lo cruza todo. Se tiene la idea de que estás asistiendo en primera fila a un espectáculo verosímil y que te lo están contando con absoluta y sublime sencillez, para que la narración cuaje o para que ni se note que existe. Lo sencillo, si la mirada que lo anima es escrupulosa y no se le escapa nada de interés, sólo lo es en apariencia. Menos es más, dicen ahora. Dios te da un don, dejó dicho, pero también un látigo. El placer y el dolor fueron siempre de su mano: buscaba indiferentemente uno u otro, sin saber cuál aparecería antes. Le gustaba aplicarse él mismo una dosis suficiente de padecimiento. De ahí provenía en ocasiones el talento. También su afición desmedida a rodearse de la crema de la sociedad, con la que rivalizaba en frivolidad y en descreimiento. Era una sociedad descreída la suya, la de los bailes de salón y las tertulias en las terrazas privadas. La decadencia, cuando se intima mucho con ella, acaba por hacernos insensibles a la divinidad. No se sabe bien cuándo Capote empezó a desatenderse, a descuidar el genio y abastecerse de vicios. Uno declina sin proponérselo, no hay constancia, interviene el azar, también la desgana. Cuando uno deja de escribir, por las razones que sea, se hace a no hacerlo. Hasta flojea el esmero, no se apremia la calidad, sino la restitución de un texto, la necesidad de que algo escrito sea leído, de que el nombre debajo del texto cuente más que el texto en sí mismo. Escribir es duro, no es la fiesta que se creen los que no lo han probado. Además Capote escribía sin esfuerzo, era una escritura plácida, a pesar de la dureza de lo narrado. Nunca la endulzó: hay poesía en toda, pero no había poesía mala, la que se advierte forzada, la incrustada a conciencia, con fuerza, con intención. 


Hace un par de veranos releí A sangre fría (probé a leerla en inglés y avancé hasta que me pudieron las ganas de saber más y abracé con gusto la traducción, por la inercia, por el placer de no perderme absolutamente ni una palabra). Hay cientos de fotos de Capote. En muchas hace el payaso, es el personaje, no la persona, ni tan siquiera el autor. Se daba con fruición a ese posado medido en el que se veía su decadencia. No le importaba. él era una novela más. Se le puede leer, hay una sintaxis y una semántica, un orden y un sentido, no tengo claro esto último. Desordenado, incapaz de dar con la armonía que anhelaba para sus ratos de soledad, se suicidó sin que tuviera que administrarse veneno alguno o sin que una bala le reventara la sien o una navaja le rebanara el cuello. Le afligieron los whiskies y los martinis secos. Ahí encontró un paraíso sencillo. Entraban y salían imágenes del sur que dejó y que nunca dejó de amar. Imagino que en sus últimos años (murió a los cincuenta y nueve) recordaría la ilusión primera de escribir, ese milagro que acude graciosamente, sin intervención de la razón, que te moldea y te hace vivir con ciertas obligaciones estéticas o morales. Todo por contar algo. Sus ganas infinitas de hacerlo le granjearon la enemistad de todos los que alguna vez fueron sus cercanos. No se puede ser mordaz sin que se te mire con desgana o con repulsa.


Tendría la firme convicción de que esa llave que custodiaba los secretos de los famosos a los que frecuentaba pertenecía a todos los que la requirieran. Fue un cotilla descomunal, un ser incivil y un frívolo. Nunca defraudó a su ciudad amada, su Nueva York: "el único lugar del mundo donde puedes comprar un libro a las cuatro de la madrugada". Su humor, crudo, perdura. Su cara estragada por los excesos. Como venida del centrifugado de una lavadora. Como recuperada después de una manta de legítimas hostias. El niño roto nunca se recompuso. Gastó sus frases maravillosos con damas de alcurnia. Se fue desvaneciendo adrede. No solo lo devastaron los barbitúricos (muchos, todos) y el alcohol: fue devorado por la velocidad de la fama, por ese ansia suya por que se le amase, por ser abrazado (si abría un hombre los brazos, mejor) y por escuchar algo que no lustrase su oficio, que no se usara para un párrafo o que alentara la idea de un nuevo cuento (maravilloso el de Marilyn Monroe, Una hermosa criatura, que releí anoche antes de ver Blonde, esa cosa de la que tanto se habla y que privilegia a la Marilyn del dolor, más que a la de la luz, por lo que sé.)  Dejó de sí mismo este apunte: "Tengo más o menos la altura de una escopeta y soy igual de estrepitoso. Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio". Hacía que la ciudad temblara cuando abría la boca. La tuvo a sus pies hasta que se rebeló y le arrojó a los perros. Podía oler a whisky del bueno, pero su elocuencia era incisiva. Intentó corregir su desbocada y disfrutada procacidad y hasta renunció a cirugías y a toxinas: todo por mejorar su vapuleada imagen pública. No tuvo tiempo. El cuerpo cedió. Calló, cayó. 

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