25.10.22

298/365 Ray Bradbury

 



Los colonosRay Bradbury

Crónicas Marcianas.

Traducción de Francisco Abelenda.

Ediciones Minotauro (1993).



Los hombres de la Tierra llegaron a Marte.

Llegaron porque tenían miedo o porque no lo tenían, porque eran felices o desdichados, porque se sentían como los Peregrinos, o porque no se sentían como los Peregrinos. Cada uno de ellos tenía una razón diferente. Abandonaban mujeres odiosas, trabajos odiosos o ciudades odiosas; venían para encontrar algo, dejar algo o conseguir algo; para desenterrar algo, enterrar algo o alejarse de algo. Venían con sueños ridículos, con sueños nobles o sin sueños. 


The boy in the bubble, Paul Simon, 1986


 These are the days of miracle and wonder

This is the long distance call

The way the camera follows us in slo-mo

The way we look to us all

The way we look to a distant constellation

That's dying in a corner of the sky

These are the days of miracle and wonder

And don't cry baby, don't cry

Don't cry



I

No hay un manual para mirar al cielo. Está el azul y están los mapas de las nubes con la hermosa bóveda de estrellas en la alta noche. Se nos educa para mirar el suelo y no perder el paso, pero dependemos del techo que nos cubre, cobija y tutela. Ignoro (porque no soy un hombre de fe y mi descreimiento no soporta las metáforas que no comparto) el modo en que los creyentes registran las exploraciones celestes en su disco duro de creyente, que será un alma confiada en que hay otra vida después de ésta y en que los actos que realizamos en los días terrestres son los que nos invitan a los que haremos en los días celestiales. Por eso lo de Marte me parece un triunfo del hombre y de la ciencia con la que araña los misterios del cosmos. No saber qué hay por ahí arriba, en las islas envueltas en niebla del firmamento, en el oscuro infinito sobre el que hemos construido todas las religiones y todos los libros mistéricos, hace que el hombre sea astronauta antes que agrimensor. La tierra que pisamos y aramos, la que nos bendice con sus frutos, con la que enterramos a nuestros muertos y en la que edificamos nuestras casas, no ha dejado de ser nunca un territorio familiar, pero ah el espacio, la biblia del cosmos. El astronauta que todos llevamos dentro se extasía con la posibilidad de que haya otros astronautas hermanos en algún rincón del cielo, como dice la canción de Paul Simon. Que haya en algún punto infinitesimal, a trillones de años luz, no me pidan que sepa lo que digo, una población de alienígenas ( los alienígenas somos nosotros, no crean, todo es cosa de mirar de un lado o de otro) que planee visitarnos en serio, dejándose caer en la Gran Vía como el africano de Radio Futura. A la nave que manden a Marte tenían que lllamarla Bradbury One.  No basta que el año en que falleció la NASA, que acababa de colocar uno de sus vehículos prospectivos en el suelo marciano, llamó a ese lugar Bradbury Landing. Todos somos, en el fondo, piadosos creyentes de la astronomía. La magia es la que mueve el corazón. En la ciencia, en ese batiburrillo de cables y de máquinas carísimas que hurgan las tripas del cosmos, está la religión del futuro. Dios es una fórmula química, seguro.



II

 Se lee a Bradbury como si fuese solo un escritor de ciencia-ficción, pero esa era la etiqueta, un traje que convendrá para quién sabe qué cosas editoriales. En realidad es un humanista. Borges lo leía con admiración. Se preguntaba cómo esas fantasía podían tocarle de manera tan íntima. A sus argumentos los categorizaba como "deleitables terrores". Hasta prologó una edición de sus Crónicas marcianas. La idea es contarnos qué pasará cuando no estemos o incluso qué está pasando sin que lo percibamos, nada que no haya hecho casi cualquier otro escritor en cualquier otra época. Lo distintivo de Bradbury era su incansable vocación de poeta. Paradójicamente era un hombre que no sentía especial predilección por la tecnología. A veces expresaba hasta cierta animadversión hacia las máquinas. En sus obras, con más o menos insistencia, las hace malvadas, las convierte en un objeto amenazador, en una especie de cuerpo invasivo que acabaría por derrotar el imperio del espíritu. Su trabajo era metafórico. Su intención era didáctica. Más que meter la aventura en sus relatos (como sus adorados Verne o Wells), a Bradbury le fascinaba hacer pensar a sus lectores, confundirlos, hacerles caer en la misma abstracción que a él lo devastaba por dentro: qué seremos cuando no seamos lo que somos, qué habrá de lo que dejamos atrás cuando el futuro nos engulla. Una de sus debilidades era desajustar la épica en el relato, conducirla a un terreno más pedestre, no elevarla a un inaccesible plano narrativo. Los muertos de sus historias podían morir del modo más prosaico posible (el astronauta que arriba a Marte es asesinado por un marido celoso, luego de que su marciana esposa le cuente el sueño que ha tenido y en el que ese alienígena terrestre aparece deslumbrantemente). El Marte de Bradbury es casi como la avenida que cogemos cuando vamos al trabajo: la ocupa la costumbre, la llena de tedio la soledad y la rutina. Toda la maquinaria colonial de los humanos que llegan allí queda ninguneada cuando comprueban que esa Arcadia o ese Eldorado (míticos los dos) no pasa de ser una franquicia de sus pequeños pueblos o de sus grandes ciudades terrestres. A esa civilización invadida la devasta la enfermedad que esos hombres traen desde nuestro planeta azul. En esa sutileza radica la extraordinaria capacidad narrativa de Bradbury: nos hace pensar en lo que tenemos más cerca ofreciéndonos el espectáculo (gris, en el fondo) de lo que tenemos más lejos. 



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