Uno ejerce a solas el oficio de la crítica. No hay nada que escape a esa criba íntima. Más que recrearnos en las manifestaciones artísticas o en las relaciones personales, nos deleitamos en aplicar a conciencia la inspección, un estado natural de vigilancia y reprobación, más que de convivencia o consenso y elogio. En lo que se esmeran nuestros sentidos no es en el disfrute, en el goce puro y limpio, sino en la evaluación, en disentir mayormente. Se busca el roto del otro, la puerta por la que acceder a sus debilidades. No existe (no como debiera) el aprecio por las bondades de quienes nos rodean. Al verlas, cuando las advertimos íntegramente, sin contaminación, se rebajan, no se dan por sublimes; jamás (o en muy pocas ocasiones) se manifiesta ese halago. Se adquiere así un estado de superioridad que no se detentaría si obráramos con más cautela, reservando la opinión o, en todo caso, no alardeando de ella. Hay a quien admiramos privadamente, concediéndole la más alta distinción, pero pareciera que nos rebajara exhibir ese arrobamiento, que contiene gratitud y asombro. Aplaudir está en desuso. Se hace con protocolario gesto, se acomete con cierto pudor. Como si dar ese dictamen, el del aplauso, dijese de nosotros más de la cuenta, nos compeliera a repetirlo allá donde surja la fascinación. No hay una educación del elogio, una especie de pedagogía del homenaje. Hay tanta gente a la que rendir esa representación de la felicidad que extraña que no andemos continuamente ejerciéndola, pero nos fijamos en el reverso, en lo turbio, en lo gris, en lo malo. Es esa sustancia la que prevalece y a la que se asigna rango. A todos los que nos mueven a la bondad o a la inteligencia o a la belleza se les debería plantar un altar en nuestra memoria y en nuestro corazón, uno al que acudir con la palabra gratitud tatuada en la lengua. Se podría comenzar con lo familiar y cercano y trazar después un mapa de todas esas personas que intervinieron (aún lo hacen algunos) en la construcción de lo que somos. Yo soy una extensión de todos ellos. Los tengo en mi cabeza. Salen conmigo si yo salgo, caminan a mi paso, me asisten cuando desfallezco, me abrazan cuando me entristezco, se alegran cuando me alegro.
Ahora se me está ocurriendo que le debo a Bob Dylan una parte de lo que quiera que a estas alturas de mi vida pueda ser. Viene conmigo desde mis veinte. Está en mi cabeza desde entonces. Fue una época convulsa en lo terreno y en lo etéreo. Hubo días en los que Dylan, no Clapton, como rezaba en las calles del Londres de los setenta, era Dios. Nunca anduve sobrado de fe. Dejaba que se me impregnaran los dioses alternativos, que funcionaron con creíble eficacia. Ahora hay días sin letras de Bob Dylan en la memoria con las que sortear los codazos del destino, días de un gris martillo, días con una emergencia de caballo desbocado, días perfectos para razonar el declive del imperio del corazón, días de óxido en la retina y un límite de estiércol en el pulso, días de consecuencias incalculables y gatos desentendidos en la acera mientras enfilas calles hacia el trabajo; días que revelan la audacia de las horas al condenarnos a su tránsito, días sin su voz en la memoria con la que sortear los codazos del destino, días de blues subterráneos, días de hoteles baratos con un cenicero lleno de metáforas, días de un volumen insoportable, días para dejarse crucificar por el viento y no contener el llanto, días bizarros de cuenca de ojo de vaca, días abiertos en canal y levemente maquillados para el velatorio, días de puro asombro, días de esplendor recogido en un fondo oscuro de catálogo, días sin presentimientos que ocupan un renglón en un diario perdido en un parque, días sin lírica con un cláxon en el aire, días con una costra adherida a las horas pares, días de moho caliente, días de abrazos partidos a la puerta de un dispensario de júbilos, días con mapas trucados por el azar, días de sentimientos minerales, días de un gris enfermo que no toma su dosis diaria de melocotón en almíbar, días de resurrecciones inaceptables, días de suicidos brevísimos, días abalconados a la tragedia, días de una espesa carnalidad, días de humedad en el hueco en donde se va alojando el alma, días de retroceso en el percutor del entusiasmo, días de disidencia en el espejo, días confusos de nombres que consienten la piedad y la ternura, días de caligrafía perturbada, días de fonética infame, días en los que hubiese sido mejor no haber puesto el dedo en la llaga, pero la llaga está y no ha renunciado a su cuota de texto. Dylan es un Shakespeare pequeño.
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