Perdí el virgo con un capitán del Tercio de Flandes en un descuido cuando iba a la fuente de mi pueblo a llenar un cántaro de agua. Era apuesto como un sol y tenía la voz grave., hecha a cuadrar destacamentos.
Perdí las Obras Completas de Benito Perez Galdós en una mudanza. Las compró mi padre, Baltasar Novaferro, viajero de curiosidades y de compras insólitas. No sabía leer.
Perdí a mi madre en un todo a cien en el que no encontramos un kit de limpieza de piscinas.
Perdí una maleta con todas las cartas de amor que me mandó un catedrático de latín en un vuelo de la Pan Am a El Cairo en 1927. Tenía el don de la ubicuidad. No había calle en la que no lo viese. Ni cama en la que no lo echara en falta.
Perdí un diario en un hotel de Estambul un cuento inédito que Chéjov me dio en prenda de amistad. Estaba firmado. Su letra era menuda, como de niño que acaba de perderse en una palabra que desconoce.
Perdí un collar que perteneció a Milady de Winter. Tres gotas de sangre de espadachín dibujaban un atareado paisaje de venganza.
Perdí un ángel que custodiaba mis desquicios. Era más pendenciero que dulce, más colérico que manso, pero tenía una voz que parecía una lágrima que brotase del mismísimo ojo de la divinidad. Una noche en la que me achispé más de la cuenta le despedí. Le dije que no volviese nunca. Que no tardase en recoger sus alas. Las había dejado en el jardín, pero cuando fue a por ellas ya habían echado raíces y convertido en un pequeño árbol. Sus frutos me hablan cuando los acaricio.
Perdí las vocales de mi nombre. Llegué a pensar que nunca las tuvieron. Quedaron la zeta, la ce, la ene. Un amante celoso dijo haberlas cogido. "Por si un día ya no me amas", confesó. Por eso le hablo todas las mañanas, aunque no lo vea.
Perdí un hijo en la batalla de las Termópilas. Le cortó la cabeza Jerjes, el rey de los persas. La exhibía envuelta en una seda color caramelo que acabó de un rojo insoportable a la vista. Todo para que sus soldados no olvidaran que los valerosos griegos sangran. Para que el metal de las espadas brillara la noche anterior a la liza. La hoja que le sesgó la vida la tengo guardada en un cajón. Lo cierran siete cerraduras. He abierto la tumba de Leónidas y he arrojado ahí las siete llaves.
Perdí el tomo 62 de la Enciclopedia Británica. En la página 235, cerca de la entrada de un célebre general otomano con el que discutí sobre la herencia grecolatina en Occidente, guardaba un poema que me escribió en el que no constaba adjetivo alguno.
Perdí el manuscrito de mi única novela en una taberna de la vieja Praga. Se llamaba “Adagio del impostor”. He vuelto sin esperanza de dar con ella, pero el dueño me ha contado que todos los clientes conocen la historia, se la cuentan cuando la cerveza los ha embrumado, cuando se les suelta la lengua y profieren versos de los más altos poetas de la patria.
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