Ilustración: Norman Rockwell
Yo quise ser Huckleberry Finn. No a tiempo completo. Tampoco con frecuencia. Mi Huck Sawyer sería de árbol y de verano, de juego y de río. Una vez crecido, cuando se ha visto un poco de la vida y se sabe qué hacer o dejar de hacer para que funcione más o menos bien, he pensado que tal vez debiera haber sido Tom Sawyer el personaje que buscaba. Uno va olvidando estas frivolidades del alma lúdica y las va sustituyendo inconscientemente por asuntos serios, por obras mayores, por todo lo que nos dijeron que era útil para hacerse una criatura de provecho. Nada de eso que se nos ha contado está en el momento en que te zambulles. Ni en lo profundo del río, en el silencio turbio del agua, ni en las escaramuzas por el campo, improvisando fuertes, discurriendo la posibilidad de que de verdad mueras en el juego, pero luego resucitas. Entonas unas palabras aprendidas o las dices sin pensar, a sabiendas de que habrá otra oportunidad. Todo lo malo que nos aguarda se fija en ti cuando te vas alejando del río. Donde no hay juegos. En los templos de la cordura. Este es uno de esos templos paganos a los que la memoria regresa en cuanto pueda. Se tienen muchos, se tienen bien guardados. De su registro completo, sin pérdidas, sin que el olvido les saquee una brizna de hermosura y de emoción, depende que en la edad adulta, a pesar de las obligaciones y de todas las máscaras que nos encasquetamos, vivamos felizmente. Cuento con que eso no se consigue, pero el río de Tom Sawyer y de Huckleberry Finn continúa por algún recoveco de la memoria. Aparece sin que lo reclames. Surge con fiereza. Hemingway dijo que los personajes de Mark Twain eran el punto de partida de la moderna literatura norteamericana. Eliot, casi más generoso, decía que Huck y Tom eran "una de las grandes figuras imperecederas de la ficción", mereciendo un lugar junto a Ulises, Fausto, Hamlet o Don Quijote. Huckleberry, más que Tom, es definitivamente el hombre hecho a sí mismo. El río, el bautismal Misisipi, es el escenario de la aventura. No puede haber mejor hilo que ese. Las aventuras de Tom Sawyer son un fresco de la inocencia y de la diversión, del tiempo en que todo se centra en entretenerse, en no saber qué es el tiempo, aunque el propio río lo explique continuamente. Las de Huckleberry son las aventuras de la experiencia. El río es un elemento peligroso: hay fantasmas, hay soldados esclavistas. Tom Sawyer no necesita huir para ser feliz: ni siquiera le preocupa la idea adulta de esa felicidad. Le basta la alegría y el gozo inmediato del agua fresca al zambullirse o la caricia del sol cuando amanece. Huckleberry es el explorador sin entusiasmo, el que huye para alejarse del padre borracho o de la educación que le intentan calzar a golpes. Es el pícaro clásico, fajado en mil combates, portador de mil argucias, soñador de mil paraísos. No leí ni a Tom Sawyer ni a Huckleberry Finn (uno tras otro, en el orden de los libros de Twain) cuando debí hacerlo, en la edad en que esa lectura hubiese sido un tesoro. Leer libros de infancia cuando no eres niño tiene un punto de asombro adulto que conviene. Lo único que uno lamenta es no haber podido abrir mucho los ojos y desear que las páginas no acabasen. Corrijo: con libros como esos las aventuras suceden dentro de su trama y también afuera, cuando no lees y corres por ahí y haces que el juego sea lo único verdaderamente importante en tu existencia. Todo lo demás, cualquier cosa que se interponga, se aplaza, se le da un lugar secundario o incluso, quién negaría eso, se cancela definitivamente. Hay un punto de luz al que nos dirigimos sin saber cómo ni si lo alcanzaremos. Muchas veces está en el pasado, en la memoria, en un paraje boscoso en el que las sombras son enemigos a batir y un río (majestuoso, mítico) lo atraviesa. Ahí lo juegos. Ahí la vida.
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