30.7.22

211/365 Jaco Pastorius




 El New York Times, en su nota necrológica, decía que era "un Monet con sentido del ritmo". John Francis Pastorius III. había muerto de una paliza a la puerta de un club de Florida el 11 de septiembre de 1987. El portero se ensañó con él cuando se le negó la entrada y trató de acceder al forzar una puerta. Una semana después de su ingreso hospitalario, la familia le retiró la asistencia respiratoria que lo mantenía en un coma irreversible. Era el mejor bajista del mundo y tenía conciencia de que era así. No por vanidad, ni por haber sido elegido en alguna lista de alguna revista reputada, sino por convicción orgánica, por una sencilla conclusión cartesiana. No había grabación en la que alguien hiciera lo que él. Nadie había retirado los trastes al mástil de un bajo eléctrico (una Fender)  y llenado los huecos con una resina. Jaco tenía su herramienta y le puso nombre: Bass of Doom. Era su Lucille doméstica. Con ella hizo las diabluras que engolosinaron las orejas de Joe Zawinul, alma de Weather Report, que lo reclutó para la banda y cubrió la marcha de Alphonso Johnson. La mejor banda de jazz rock tenía un muchacho al mando y la mecánica loca de su instrumento arrastraba a todos los demás músicos a seguir su vertiginoso compás. Basta escuchar Donna Lee, el clásico compuesto por Miles Davis y grabado por el quinteto de Charlie Parker en 1947, la pieza que abre su disco de debut, Jaco, para darse cuenta de que se está escuchando algo nuevo. Don Alias toca las congas de fondo y Jaco se enreda en una ejecución dulce y trepidante, hipnótica, capaz de moverte a dejar lo que andes haciendo y fijar todos tus sentidos en los malabarismos técnicos del bajo. Había hecho resurgir el bebop con un himno para las nuevas generaciones. 


La primera vez que supe de Pastorius fue al maravillarme del sonido de su bajo en Bright size life, el disco con el que otro genio de la guitarra (Pat Metheny) debutaba en la música. Era 1976. Once años después, Jaco desaparecía. Dejó un monumental registro de su talento. Se le comparó con Jimi Hendrix por la osadía en la digitación. Marcus Miller, Victor Wooten o Christian McBride se presentaron en sociedad tras alimentarse de sus discos y probar a tocar como él. Bipolar, autodestructivo, bebía agresivamente, buscaba heroína antes de tocar y tocaba hasta arriba de cualquier sustancia. Antes de ese abandono y durante el tiempo en que duró, tocó en tres discos fastuosos de mi adorada Joni Mitchell, en seis en la banda de Zawinul y Shorter y se agenció una big band con la que realizó tours por todo el país. Era un emperador y recorría con desparpajo y petulancia su reino. "Soy como Jesús, no voy a llegar a los 35 años". Esa fue la edad en que murió. Funk, punk, jazz clásico, rock desgarbado, sones cubanos (había crecido escuchando radios de La Habana en su Florida natal) y hasta soul (Sam and Dave hicieron coros en su álbum del 76, Jaco) fueron su apero musical. Hoy he puesto Birdland, la pieza mayor de Weather Report, una de las más asequibles también, incluida en Heavy Weather, el primer disco que yo compré de la banda, de la que The Manhattan Transfer harían una versión antológica, con la que este gourmet de sus vicios se inició en el jazz hace muchos años. He sentido la misma punzada que entonces. He barrido todos los instrumentos y he colocado el botón de los graves del amplificador a tope. El bajo ha inundado la habitación en la que escribo. Esos fraseos virtuosos se han incrustado en mi cabeza. La han ocupado entera. Son cosas mías esas topologías del milagro. He pensado en Jaco en el escenario, al que nunca he visto.


 Leí que espolvoreaba sus zapatillas de deporte con talco para que al brincar al ritmo de su bajo se levantase una pequeña polvareda. Esa teatralidad era marca de la casa: maneras de cotizarse, de hacerse ver, de no hacer que decayese la frase con la que se le recuerda: "Soy el mejor bajista del mundo". El bajo se prestigió como nunca antes lo había hecho. No sólo se le encomendaba sustentar el músculo de la canción en la que participase, sino que se erigía en centro, en columna, en el corazón mismo de la melodía. Su megalomanía lo abdujo, lo llevó a un lugar lejano, lejos hasta de sí mismo. Se dejó medicar para aminorar sus trastornos mentales, pero pronto reemplazó los fármacos por cocaína. Al final de su vida, dormía en parques, mendigaba para comer. Tocaba en las calles de Miami a cambio de unas monedas. Le robaron su bajo inmortal, el Bass of Doom. Permaneció años de unas manos a otras, comprado por músicos ignorantes del instrumento que habían adquirido. Un coleccionista de jazz lo reconoció y se lo cedió a sus herederos. Debería estar en alguna hipotética iglesia del jazz moderno. Los feligreses acudirían en peregrinación, estoy desvariando. Lo mirarían con arrobo. Cerrarían los ojos y restituirían en su cabeza los arabescos y las piruetas, la línea de acordes y los fraseos. 

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