Siempre pensé que Jesús Franco (Jess, en muchos títulos de crédito, en los más libertinos) fue un talento que prefirió, como el Bartleby de Melville, no dar de sí más de lo necesario o, llegado el caso, iluminado en una toma, demostrar quién era, hasta dónde podía llegar, pero sin alharacas, sin que se fijase en adelante un modo de hacer las cosas que le venía largo y al que no le prestó mucha atención. Me lo imagino como un enfermo de cine. En el desquicio de su trastorno, filmaría sin orden ni esperanza, comido por esa fiebre de registrar en celuloide esa cabeza suya sin guion ni pudor, como sus películas. Su cine es una sesión de historias salvajes que podrían verse en una maratón y no saber si es todo una misma película y el cansancio o el estupor han convenido que parezca una sola, pantagruélica. Grabó casi 200 y no hay ninguna que concite el aplauso unánime de la crítica, aunque el conjunto suponga un hito en la historia del cine.
De su trabajo dijo que no tenía más importancia que la de cualquier otro obrero de cualquier disciplina. Lo imagino feliz rodando, haciendo que Drácula o Fu-Manchú no pareciesen ni Drácula ni Fu-Manchú sino algo que bulliría en su imaginación y cuyo grado de verosimilitud con el original dependía las más de las veces de que el presupuesto de la película fuese holgado, cosa que no ocurriría con frecuencia. Su incontinencia visual no tenía nada que ver con el dinero, ni le quitaba el sueño que sus cintas tuvieran una difusión pequeña ni que se le diera un reconocimiento público. Hasta que Franco partió a peor vida, el tío Jess hizo su trabajo en Suiza y en Francia, mayormente, países de una moral a prueba de señoritas desnudas y de terror de baja intensidad, pero truculento y (en ocasiones) casi risible. Llegó a hacer nueve películas por año. Ninguna fue de su agrado, dijo. Prefería las de John Ford o las de Alfred Hitchcock. Quentin Tarantino prefería las suyas. La serie B es la que siempre tuvo más tirón en las estanterías de los videoclubs. She killed in Ecstasy es Tarantino puro. De ahí bebió hasta aturdirse. Consta que Fritz Lang vio su Necronomicón y la aplaudió.
Orson Welles, que recorrió algún tramo del camino con Jesús Franco, hubiese querido para sí la imagen que su joven pupilo español, ya muy anciano y muy traqueteado por la vida, dio en la ceremonia de entrega de los Goya en la que se le homenajeó. Lo sacó en silla de ruedas su musa, su mujer, su ángel de la guarda, Lina Romay. Hubiese deseado que Rita Hayworth le colocara el micrófono, condujera con mimo su silla y estuviese siempre detrás, paciente, solícita, vigilando que nada estropease ese momento especial en el que los compañeros de profesión le tributan el homenaje por toda una vida dedicada al cine. Lina Romay no es Rita Hayworth, pero las dos levantaron pasiones en parecida medida. La suma de sexo, hemoglobina y cutrerío vario dan otra dimensión del mito Franco. El tito Jess, el icono de muchos cine-fórums de barrio, el elemento distanciador entre el cine elegante y culto y el cutre-exploitation system, visitó esa noche de celebraciones un buen puñado de casas españoles y abrió la interrogante que hasta ese momento no estaba: ¿Y quién este señor tan viejo? Generaciones nuevas, ávidas de referentes, abrirán (en adelante) los ojos...
Siempre se consideró un músico de jazz antes que un cineasta, y en cierto modo su filmografía se rige por la inspiración, por el arrobo extático del momento. Tosco y chapucero, entregado con ardor adolescente a exhibir hirsutos pubis de féminas que parecían amazonas (muchas veces lo eran), hay en Jesús Franco una voluntad siempre lírica, de poeta industrial, que factura películas como el que opera en una cadena de montaje y produce ventiladores. Soledad Miranda (bellísima, críptica, heroína fugada precozmente) y luego Lina Romay fueron sus musas absolutas, a las que desnudó, hizo fornicar con carceleros, camioneros y escandalosos machos de cantina y elevó a los altares de la mitología casposa patria. Y al modo en que a Russ Meyer le encantaba meter jacas de melones hiperbólicos en parajes naturales (como bodegones lúbricos) a Jess Franco (Jess afuera, aquí Jesús) le gustaba envolver a sus divas en aureolas de misterio, hacerlas correr (desnudas, inevitablemente) por bosques y desiertos (normalmente tras fugarse de una cárcel) o vestirlas con todo el vestuario que iba dejando la Hammer para después destrozárselos a zarpazos hasta exhibir (ahí estaba su verdadera esencia) la naturaleza pura de sus carnes. Delante de sus ojos de voyeur han desfilado ninfómanas, sádicos, pervertidos, lunáticos, aberrados, tarados, psicópatas, dictadores, nazis, reyezuelos, monjas salidas, violadores y un elenco surrealista de parias de la sociedad unidos muy fatalmente por la muerte y por el sexo. Nunca hizo un western: si me da a mí la risa ver a un tío de Almería hacer de pistolero, imagina el espectador, dijo en una entrevista. En esto, Jess Franco no deja de ser una especie de Woody Allen al que Franco (el del NODO) le sesgó (en la temprana edad en la que uno abre los ojos a la libertad) las alas. Sí, Jesús Franco voló a la Europa benévola y hasta allí condujo su retorcida y febril manera de entender el arte del cine. De caspa y ensayo, el suyo, probablemente. Mil sexos tiene la noche, Sexo caníbal, El sexo está loco, Sexorcismo, Gemidos de placer o Macumba sexual son piezas de un mecano lúbrico y divertido, que no hará las delicias de un cinéfilo, pero Franco no hizo cine para la élite. Justine y Las vampiras (la película que más aprecio, la que tiene a Soledad Miranda, la vampiresa por antonomasia del género) es cine sin esa cosa bastarda en la que se privilegia el exhibicionismo, aunque todas sus producciones lo agoten sin ambages.
A Jesús Franco le gusta que le confundan con Peter Lorre. Son, bien observados, muy parecidos. Ojos saltones. La expresión entre inocente y perversa. A los dos los despreciaron. Por unas causas y por otras. El cine low-cost del maestro tiene ese punto de furia adolescente que fue promiscua hasta que el cáncer o la muerte de su segundo amor, Lina Romay, le impidió seguir rodando. Lo hubiera hecho a ciegas. Tenía el cine en la cabeza. Le ocupaba cada plano de la realidad. Infames algunas de esas obras, imposibles de acabar si no nos anima un insano espíritu de curiosidad o de demencia, todo lo que hizo Jesús Franco fue admirable. Las historias que contaba eran de lo menos: se privilegiaba más el brochazo gordo, la irrupción imprevista de un erotismo atávico, consciente de sí mismo, casi paródico. El tiempo no tiene compasión, como dejó escrito en su blog mi amigo Álex Herrera en su Antártida. Lina Romay y Soledad Miranda son iconos de un cine ya extinto. Da igual que fuese arrebatadoramente malo cuando se lo proponía o que, en tramos, cuando la inspiración sacudía al obrero Franco, fuese maravillosamente lírico. Jesús Franco no es Ed Wood ni John Waters, artífices de un cine pésimo. El suyo parece ser que era cine de serie Z. Esa es la última letra del alfabeto. Detrás de ella, nada. Franco cierra las nomenclaturas.
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