No tener una idea y saber expresarla: eso hace al periodista, escribió Karl Kraus. Lo fastuoso es tenerla y contar con qué hacer que los demás la comprendan. Pero en el aforismo de Kraus, con su verdad rebatible, hay un homenaje espléndido al manejo del lenguaje, al don que permite levantar una catedral desde un erial o crear un mundo a partir de una palabra, tomándola en serio, mirándola desde todas las perspectivas, pesándola, estrujándola, llevándola a donde no se la espera, haciendo que litigue con otras y las fuerce hasta que algo deslumbrante suceda y quede exhausto o feliz. No sabemos si las palabras tienen esa vida interior. Creemos que son herramientas cuando probablemente sean organismos vivos, capaces de levantar imperios o de arruinarlos. " Mi lenguaje es la prostituta universal a la que convierto en virgen". He ahí el secreto del éxito, podríamos decir. El celo con la que se eligen exige el mismo celo para escucharlas o para leerlas. Kraus concita ese amor por el lenguaje, por su pureza: se le lee con sobrevenido asombro, como si el juego que propone cancelara cualquier otro con el pudiéramos valernos para participar en el suyo. Leí hoy que se escribe para purificarnos. Por eso pensé en Kraus, por esa facultad suya para limpiar, fijar y dar esplendor, perdonad la triada de verbos clásicos, pero convienen. Era sarcástico con puntilloso oficio. Fustigó a la cultura de la Viena de principios del siglo XX con el desparpajo de quien no tiene reparo a que se le fustigue también, pero no sucedió tal cosa. El periodista (dejó escrito) está estimulado por el plazo: cuando tiene tiempo, escribe peor. Creo que en esa frase gloriosa el estimulado soy yo, que funciono mejor (infinitamente mejor) cuando se me apremia, no cuando tengo conciencia de que puedo posponer el trabajo. Se procrastina con involuntario desdén. Hacía hasta greguerías, sin que se sepa si el padre de las mismas fue lectura suya: "El pesimismo es el reúma del espíritu. Al menos lo nota uno cuando hace mal tiempo". Tenía la habilidad de burlarse de quienes lo censuraban: "Hago que el guardia baile al son de la música que prohíbe", que puede ser una máxima para cualquier artista que decida ignorar el veto hacia su trabajo sin que los catones se cosquen de la burla. Contra el pensar cristiano o contra las normativa popular de la fe dejó dicho que "el cristianismo suprimió las barreras entre el espíritu y el sexo. Pero el hecho de impregnar de pensamiento la vida sexual es una miserable reparación a cambio de impregnar de sexo la vida del pensamiento". Para cuajar una reflexión redonda y cerrada, dijo que "el cristianismo ha enriquecido el banquete erótico al añadir la curiosidad como entrante y lo ha estropeado al servir el arrepentimiento de postre". No sabemos si practicó esa profanación intelectual en términos carnales, pero era concluyente en sus dardos contra la moral religiosa, de la que decía que estaba bañado en sífilis. Descarnado y franco, Krauss hacía panfletos en su periódico, La antorcha. Fuego limpio para quien deseara arrimarse. Se fogaba en conferencias y en pequeñas tribunas entre iguales, a los que entregaba su particular representación de la disidencia. Su periodismo inverso, una especie de diatriba contra el poder, es ahora más necesario que nunca. Falta esa luz que hiere, esa antorcha, palabra tan querida suya, que arrimar a las sombras del presente, tan abundantes, por otra parte. Debía contrariar a más de uno cuando reprobaba a quienes recurrían a la palabra "efectivamente" para librarse del diálogo y no tener que entrar en su fango interior, en su lucidez armada de léxico y de inteligencia. Hay quien, ante la sátira, queda inerme, desabastecido de recursos a los que acudir para derrotarla. Es optimista el diablo, escribió, si cree que puede hacer más malo al hombre. Walter Benjamin, al que releo sueltos de vez en cuando, por puro amor a la inteligencia ajena, afirmó que no se podría entender a Kraus sin reconocer que todo lo que hizo era "esfera del Derecho", de la razón sin ambages, de cierta intendencia en la gestión de las leyes. Sobre ellas dijo, en su histrionismo habitual, que pertenecían a los perros y que al hombre, casi sin excepción, pertenecía el bozal. Ahora Kraus tendría trabajo en redes sociales: sería un buen agitador, aunque por desgracia abunden y sean, en su gruesa, burda, tosca y tóxica mayoría, de menor calado intelectual. A él, de hecho, no le agradaba que se le tomara por agitador, sino como artista, pero uno y otro iban de la mano, fructuosamente. El arte puede contraer nupcias con la militancia, pero hay que esmerarse muy bien en las armas que esgrimen los dos, no vaya a ser que acaben a la gresca y ninguno cumple con su cometido. Pedía, al final de su vida, tener tiempo para no leer tantas cosas. El saber lo ocupa y tal vez haya ocupaciones de un interés más prosaico, pensaría. Antes de que una bicicleta se lo llevara por delante y le sobreviniera un derrame cerebral, Kraus tenía acabada su novela premonitoria: La tercera noche de Walpurgis. En ella esgrime el uso incivil de la palabra para enardecer a las masas y adoctrinarlas: era 1933 y estaba contando el auge del nazismo. Creo que fue ese libro, no los aforismos, lo primero que conocí de Kraus. Me hablaba de él alguien con quien compartía parecidos gustos y parecidas fobias. No advierto que esté Kraus en boga, estaré equivocado, ojalá. No sé tampoco si alguna vez lo estuvo. No es un autor menor. No conozco muchos tan hirientes, tan finos, tan enconados en prestigiar la belleza de la inteligencia. Pocos que con tan poco digan tanto.
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