Yo creo que los poetas eluden entender la realidad: manifiestan incógnitas, abren zanjas a las que caer y hacer caer. ofrecen extravíos. Como Kavafis (o Cavafis o Cavafy o Kabaphes, con la barrita en la e a la griega) en su célebre poema, ocultan los atajos, exhiben los caminos más largos. La travesía del poeta tiene una vocación de pérdida. El lector de poesía es un aventurero: sale al campo abierto sin brújula y sin arnés, como un valiente al que le interesa más perderse que tener a mano un mapa y saber de antemano que basta mirarlo con atención para dar con la salida. Probablemente la poesía nos aproxima más que ningún otro género literario a la vida. Hay una educación sentimental a la que la poesía, la alta, la limpia, la que más tozudamente nos hurga dentro, contribuye con más certero ahínco que la novela. Las tramas novelescas emulan a la realidad; de alguna forma la duplican, la escudriñan, la abren a la busca de un significado válido que zanje las incertidumbres de vivir, pero a la poesía no le interesa recrear la vida: lo que el hace es acometer el juego de intrigarla, sacrificando el cálido cobijo de la razón en beneficio de la zozobra, del caos, de la herida abierta por la que el lector muere y renace en un mismo verso. Y es verdad que los poetas renuncian a entender la vida: se pierden en la boscosa impostura del verbo, se alistan en el ejército de esa oscuridad de la que nacen después todas las luces posibles. Uno mismo, poeta a tiempo parcial, poeta a trozos, con interrupciones, no aseguro entender la realidad. En ocasiones, la edad y la experiencia (una no tiene que traer a la otra) me aprovisionan de brújulas y de mapas, de pronósticos y de razones, pero leer poesía (no digo ya hacerla) te hace renunciar con pasmosa naturalidad de toda esa cartesiana locuacidad de los años y crees en la inocencia y en el asombro, en la belleza y en la suprema verdad de la literatura. De lo que se trata es de que el camino sea largo, como pedía hermosamente Cavafis. En el resto, hay una certeza cartesiana. Está la casilla de entrada y la de salida. En la travesía, a beneficio de viajante, un sinfín de posibilidades. Algunas colman, sacian, conducen a quien las siente a la imborrable sensación de que se ha encontrado cierto equilibrio, una especie de armonía entre el cosmos y el alma en la que se encuentran la paz y el amor, todo así en plan new age urgente, pero útil al propósito que nos ocupa. Otras devastan hasta el desmayo sináptico. Quienes las padecen adquieren también una sensación imborrable en la que no quieran encontrar ni equilibrio ni armonía, en donde el cosmos es una dura plancha de acero sobre la cabeza y el alma, un vaciadero, un imán para la desdicha, un arrumbadero (permitidme la palabra) con ínfulas metafísicas. Luego están los felices términos medios. En ellos se obra el prodigio diario de vivir. Uno no va a saltos, locamente, al invariable fin de la partida sino que se demora en el laberinto desplegado al efecto. En El dios abandona a Antonio, nos lo cuenta mejor Cavafis: dice que si de pronto oímos a media noche una invisible compañía, no la censuremos. Permite que te abrace y susurre. No te hará bien que invoques la esperanza de que sea un sueño. Ten firmeza, dice el poeta. En Ítaca, el poema que recuerdo haber leído en voz alta, qué más hubiese deseado memorizarlo y recitarlo, aunque fuese para disfrute privado, Cavafis nos confía otro prodigio: el de la templanza, el de no dejarse conducir por la velocidad. Da igual que nuestra Ítaca no sea el hogar de Odiseo, ni de Penélope, ni de Telémaco. Es otra isla de la que habla el poeta. Es la vida a la que alude, ella, ocupada en ocuparnos, mal instruida las más de las veces, pero sin otra herramienta que la reemplace, sin otro mar (proceloso, colérico, manso, amoroso, cruel) en el que ir avanzando. Los males que lo crucen son invariablemente nuestros, al modo en que lo es el bien con el que nos agasaja. Los que saben confían a los que no sabemos la teoría de que uno es feliz mientras no piensa si lo es o no. Se puede razonar eso, pero en cuanto entra a funcionar la cabeza, el texto se desmorona, todo su mensaje se viene estrepitosamente abajo. Que cuanto más enmarañamos los sesos con pesadas cogitaciones, más caemos en la tristeza, en la pesadumbre, en el desafecto, en fin, en todas esas cosas terribles que anulan el buen ánimo. Este mismo texto, mientras lo escribo y lo lees, tampoco favorece a que los dos alcancemos esa armonía tan buscada. O sí. Tal vez un poco de filosofía convenga al paseo. Filosofía doméstica, claro. De la que no trasciende más de lo que se le encomienda. Como si ponemos post-its en el frigorífico y los leemos con esmero cada mañana, antes de abrirlo y servirnos un vaso grande de zumo de naranja con pulpa. Ah la pulpa, la vieja y dulce pulpa reparadora.. Qué placer la pulpa en la lengua. Con qué dulce lentitud nos atraviesa la garganta.
De Cavafis se tienen poco más de ciento cincuenta poemas. Se leen en una tarde, pero nos acompañan toda la vida. Sabemos que fue un hombre griego, turco y egipcio, helenista y hedonista, políglota (dominaba el francés, el árabe, el italiano y el inglés a la perfección, aunque él dijera saber algo de todos ellos) y, sobre todo, pagano. Su paganismo es de una pulcritud que asombra. No se prodiga en las tabernas de Constantinopla o de Atenas, de Alejandría o de Londres, buscando la promiscuidad pública, la de los hombres a los que amaba (sin alardes, sin que su educación o su natural corrección se permitieran normalizar su inclinación sexual) y la de todas las cosas prohibidas, que solían encerrar la verdad que anhelaba, la belleza con la que se valía para no frustrar su existencia de empleado del Ministerio de Riegos egipcio más de la cuenta. Es fama que escribió mucho de joven, sin que esa producción viera la luz. Repartía sus poemas entre amigos, les hacía cómplices de su secreto oficio de bardo, pero no hay constancia tangible de esas obras. Es el poeta posterior el que conocemos. La hermosa decadencia y la fascinante sensualidad de aquellos años de juventud es la obra invisible de uno de los más grandes poetas del siglo XX. Espiritual y profundamente pragmático, Cavafis se desboca en sus versos: ahí no existe censura, es el hombre que se cuenta a sí mismo y da cuenta de su padecimiento (y de su libertad y de su gozo de vivir) a los demás. Quién escribe para otra cosa, me pregunto. Sus deseos eran "hermosos cuerpos que murieron jóvenes / y fueron sepultados, con lágrimas, en rico mausoleo,/ coronados de rosas y con jazmines en los pies". Los suyos, lo escribe más abajo, en el poema, "pasaron sin realización , / sin que ninguno sobreviviera una noche / de sensual deleite o una mañana de plenilunio". Todo en esa poesía es fugaz y es furtivo. Lo clandestino lo embadurna todo. El afán de amor es afán de huida o de clausura. Al cuerpo le pide que recuerde, "no solo cuánto fuiste amado, no solamente en qué lechos estuviste, sino también aquellos deseos de ti / que en los ojos brillaron". Como el alma dormida, a la que Jorge Manrique también le pide que haga un esfuerzo y dé paso a la memoria. La juventud fue ayer, dice el viejo del café, "inclinado sobre la mesa, / leyendo un periódico, sin compañía". Fue la prudencia la que lo hizo morir antes. Le hizo caso, qué locura. Al final, varado en sus pensamientos, el viejo se duerme y un "vértigo lo invade". A Cavafis le sucede como a Apolonio de Tiana, contado por Filóstrato: los dioses perciben lo que va a suceder, por su condición de hacedores del mundo; los hombres perciben lo que ha ocurrido o lo que está ocurriendo, pero son los sabios (creo recordar) los que ven todo lo que está a punto de suceder. Hay en esa sabiduría un poco de divinidad. El poeta Cavafis se conturba, se deja llenar por el rumor de la poesía y se convierte no en sabio, pero sí en un dios pequeñito, de poco apresto, un dios voluptuoso y cándido a la vez, una especie de divinidad tímida que escribe poco más de ciento cincuenta poemas y trabaja más de treinta años en una oficina gris de una ciudad gris. Como un Kafka africano. Como un Pessoa mediterráneo. Hacen los tres la misma cosa: escriben poesía sin los instrumentos de la poesía, sin su dulzura antigua. En la de Cavafis funciona la sensualidad del lenguaje, no las palabras sensuales. Se pueden leer esos poemas como si fuesen prosa. Eso no disgustaría a Carver, me da por pensar, ni a Roberto Bolaño, ni a Manuel Vázquez Montalbán. También Borges es un poeta sin empalagos, para entendernos. Los dioses serán paganos también. Deben serlo. Deben creer en la belleza de la obra que han hecho. Deben leer poesía, me dijo un amigo el otro día, un poco entusiasmado con la posibilidad de que un poema suyo saliese en una revista de letras muy de su agrado. Él no vio su obra recogida en un libro: fueron revistas locales, sueltos que él se encargaba de dar a su pequeña feligresía de adeptos. Como una iglesia secreta.
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