Hay algo a lo que no pienso renunciar en literatura: al asombro. No creo que exista otra adicción mayor que esa en las páginas de un libro o en las horas de un día. En eso, las novelas son fragmentos del tiempo, trozos extraídos de una trama de la ficción que se incrustan en la malla durísima de los días. Por eso amamos la ficción; porque nos permite abandonar el rigor de lo real y deambular sin pudor por la periferia, hocicando en lo que no nos incumbe, alambicando néctares al ras mismo de la palabra. De las novelas amo precisamente esa sensación de pérdida que producen. Perdido, en ese limbo perfecto, comprendo asuntos que, contados de otra manera, se me escapan, huyen de toda posibilidad de que me pertenezcan. Leyendo Anna Karerina (que un hermoso texto de Andrés Neuman me ha recordado hoy) entendí que la familia, a su manera, es un veneno, uno grato, al cabo, administrado con morosa delectación, carcomiendo sin entusiasmo (aunque inapelablemente) la felicidad pura que se trae en el momento de venir al mundo. Algo parecido hizo decir Roald Dahl a su Willy Wonka en la maravillosa fábrica de chocolate: la familia es un entorno difícil para ser creativo. Anna Karenina tiene el comienzo más rotundo que recuerde: “Todas las familias felices se parecen, pero cada familia desgraciada lo es a su manera”. Y no hay ocasión en que un quebranto en su peculiar ecosistema (el mejor, pese a sus rotos) no me haga pensar en el dolor que producen los seres que amamos y en el conde Vronsky, tan mediocre y tan perturbador y fascinante al tiempo, capaz de hacer enloquecer sin que en ningún momento se atisbe, en su comportamiento, mérito para que esa locura ajena prospere y conduzca a Anna al final que conoce incluso quien no ha leído la novela de Tólstoi. De no haber condes Vronsky, una parte sólida de la trama de la literatura se resquebrajaría, no daría de sí lo que el placer lector invariablemente exige. De no existir la promisoria estación de tren en la que Anna espera un tren con la madre del conde, no tendríamos una de las novelas fundamentales de la literatura. Hay venenos gratos, pócimas que se ingieren a sabiendas del daño que producen. Conozco varias y no entra en ningunas de mis planes de vida racionarlas. Me las administro con absoluta fruición y aprecio, a cada pequeño chute, las hermosas heridas que producen. La herida más dulce es el asombro. No creo que exista otra que me atraiga más. Por eso amamos la ficción: por la imprevisibilidad que promete, por toda la promiscuidad que tan alegremente nos vende. Como billetes dorados escondidos entre las páginas. Como momentos de felicidad alojados en la costura siniestra de las horas.
24.7.22
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