7.7.22

188/365 Emilio Calvo de Mora Villar

 



Cuando era niño, me encariñé de un atlas de modo que aprendí a leer nombres de ciudades búlgaras o de ríos franceses a la vez que aprendía a pronunciar las primeras palabras en nuestro bendito castellano. Lo cuento con la intención un poco topológica de trazar un mapa posterior del que yo soy vasto territorio y en el que aún (sean muchos los años que resten) y en el que fatigo lugares y ellos me guían y me confortan o me desconsuelan. En mi entonces fértil memoria se iban acumulando las palabras, todas nuevas y ricas (gato, Vladivostok, pluma, robot oIdaho), sin que ese absurdo o providencial mejunje semántico me causase zozobra alguna. Bien al contrario, me asistían en novicio gozo, en limpio descubrimiento. En el patio del colegio sacaba el atlas, que era un tocho bien gordo, uno de Santillana que todavía guardo, regalado por mi tío Alberto, y pasaba el dedo por los Urales mientras que mis amigos jugaban al fútbol a lo lejos, mirándome como el bicho raro que supongo que creían que era. Creo recordar (es brumosa la memoria) que aplazaba el vicio de los mapas y me metía en el partido, con entusiasmo, con loco afán de juego, ejerciendo con las artes disponibles lo esperado entre mis amigos. Con mis gafas de pasta, mi flequillo lánguido como una visera desordenada y una delgadez extrema que años después compensé fantásticamente, el niño con el atlas era un ejemplar curioso, al menos. Sabía las capitales del mundo y memorizaba todos los países de la costa pacífica de América. En orden: de arriba a abajo, sin desmayo. Los profesores me ponían a prueba para pillarme en un desliz cartográfico y hacerme perder la aureola de niño sabelotodo y empolloncete, aunque integrado, de eso dan fe los amigos de pillerías y de carreras. Imagino que el empeño de mis maestros era noble: hacer que irrumpiera el error, consentir una especie de rutina escolar de la que yo, con inocencia, me excluía. Era una didáctica arriesgada, pero la animaban razones humanitarias, quién lo duda. Buscaban lo que ahora se llama normalización social o socialización o cualquier acuño filológico de nuevo implante que sirviera para evidenciar la bondad del juego y de la actividad comunitaria en estas edades o para entretejer una nomenclatura actual, cosa absurda a veces. Ahora que soy maestro entiendo alguno de aquellos razonamientos, pero pienso también que el niño del atlas no era empolloncete ni tampoco un sabelotodo repelente. Me fascinaba la ocupación minuciosa del tiempo, quizá por no tener hermanos en casa con los que distraerlo.  Quizá por aprovisionarme de mundos ajenos al corriente. 


La culpa la tuvo el atlas. Si en lugar de que a mi tío Alberto se le hubiese ocurrido regalarme el libro de los mapas me hubiese regalado un libro con todos los cuentos de Perrault, no habría sabido que el Gánges desemboca en Calcuta y sí, muy al contrario, me hubiese afiliado a historias sobre gatos con botas o niñas que se pierden en los bosques y el diablo les azuza un lobo malo y, en el fondo, salido. Eso no llegó después. Entré tarde a la literatura. Tarde no se llega nunca, debo anotar. La infancia es un cajón de dimensiones pantagruélicas al que le podemos añadir miles de ingredientes. Nunca sabremos qué saldrá, pero hay que tener la voluntad de que los niños estén (ahora más que nunca) pegados a los libros. Ellos les abastecerán de otra vida a la que la vida a veces no alcanza. No tengo yo certezas sobre lo que hubiese pasado si en esos primeros años setenta, yo infante sin metafísica ni obligaciones, hubiese habido treinta canales de televisión, diez plataformas de videojuegos o de cine a la carta y fibra óptica en casa. Emilio con banda ancha: no puedo ni imaginármelo. Tal vez no hubiese tenido en mi diccionario sentimental las palabras Volga y Macchu Picchu, Alaska y Borneo. Quizá (esto son especulaciones) no sería ahora maestro. Lo soy por los libros y por Sinatra , ya lo escribí aquí una vez. Lo soy por la literatura y por el cancionero de Cole Porter. El infinito amor a los libros y el infinito amor a la música hicieron un maestro que intenta (con tesón, ignora uno siempre si con éxito) que sus alumnos encuentren el libro mágico que les salve del tedio y los llene de maravillosas y duraderas fantasías. Se me ocurre pensar que yo no era especialmente notable en nada, salvo en mapas, o incluso esa facilidad mía no descollaba tanto y eran los demás los que la magnificaban. Y razono aquí que fueron esos mapas los que me rescataron de una realidad que no me llenaba enteramente. Fue el atlas el  que me confesó, en privado, sin excesiva retórica, que fuera de mi casa pequeña en la calle Jaén y fuera de las vetustas paredes del colegio Fray Albino había un mundo. Uno rutilante y amoroso. Los mapas lo son siempre del corazón. Uno es cartógrafo de su alma. Dentro de la fantasía de un niño hay bosques y hay cielos infinitos, hay estrellas y hay selvas en donde se ciernen mil amenazas de las que se sale indemne o herido, pero de vez en cuando hace falta ponerles nombres a todos esos lugares. Tener la facultad de poner un dedo sobre la hoja y saber que debajo del dedo está el ancho Amazonas o el valle del Loira o las calles de Londres. Qué asombroso poder. Qué hermosa fuga. Mi tío Alberto abrió ese dulce veneno. Puso la dosis exacta de riesgo y de vida, las dos cosas la misma espléndida cosa. 



 Dicen de mí que era obediente y disciplinado, salvo que se me metiera entre ceja y ceja alguna travesura, cosa que no despertaba el entusiasmo ajeno y socavaba mi  resuelta imagen de cándida bondad y agrado. Entonces adquiría el arrojo que otros difícilmente me atribuían, vista mi templanza y apreciada mesura, y acometía con heroicidad el desempeño de esa empresa. Cada tropelía que se me ocurría rivalizaba con la anterior en atrevimiento, a decir de mi abuela, que casi siempre las consentía, incluso jaleaba, entre divertida y escandalizada, envalentonado yo y preocupada ella. La adversidad era terreno favorable, aunque saliese de él magullado y, después en casa, duramente reprendido. No tener hermanos hizo que esmerara las distracciones y me inclinara a ocupar el tiempo con pequeñas incursiones en el maravilloso reino de la imaginación. que es un terreno más favorable aún que la adversidad y no daba tantos quebraderos de cabeza más tarde. Es ella el tesoro del pobre, el don del solitario. La imaginación era un privilegio doméstico, de poco ruido, que servía para casi todo. He ahí al niño con miedo a verse en el espejo y descubrir que no tiene a nadie más con quien emprender las aventuras  previsibles, las de la mente ociosa que desea, más que ninguna otra cosa, jugar. Eso refieren los que todavía pueden contar algo de aquel tiempo del que yo no tengo propiedad alguna, por lo que confío sin chistar en el relato de esa vida mía tenida ahora en penumbra, sin asiento fiable ni recuerdo que prospere y no se pervierta ni difumine. Traen, si les pregunto o incluso sin entrar yo en que se explayen, episodios de esa época borrosa, si no invisible, en la que ansiaba, más que nada, tener con quien hablar, también quien me hablara. No sabe uno si al cabo de los años prosigue ese anhelo todavía: el de escuchar y de que se nos escuche y, arrimada a esa idea, cunde la de escribir y la de leer, que es una forma privada de hablar y de escuchar, de contar y de saber, que es el fin que lo cruza todo. Luego llegó el tiempo en que no me consuelan las frívolas ocurrencias de antaño (escribí en un poema) y, abrazada más de la mitad de la vida, pienso en cómo ocupar la que reste. Pensé que en nada fui mejor que en traer dos hijos al mundo. No creyendo en santos, no es eso cosa que me cause inquietud, tampoco tengo el ánimo de creer en pecadores. Trasiego de unos a otros sin mayor esfuerzo, sin quedarme en un lado ni en otro, como un convidado alegre. Hay certezas que me confortan: les doy casa, las abrazo y cuido. Al amor fui de pedirle mucho y no me negó nada, he de decir: tuve a la mujer que quise y ella, habría que preguntarle, me tuvo a mí. Mis padres me criaron como un niño feliz, eso les debo. Me educaron para que apreciara la parte buena de las cosas y conviniera lo innecesario de que observara las malas. Tengo buenos amigos con los que cuento siempre. No son muchos, pero tampoco se precisa que abunden. He distraído el camino con algunos pequeños vicios. Uno de ellos es escribir, no sé ahora si puedo atribuirle un tamaño menor, pero no cuenta eso ahora. Me cuento el mundo con lo que escribo, por ver si cuadro las cuentas y entiendo la trama. No lo he hecho aún, si me permiten la confidencia. No creo haberme aburrido nunca y no me visitó con frecuencia la tristeza. Leo poesía y la escribo a tientas y con más que discutible oficio. Creo, como mi amado Borges, Dios me perdone el atrevimiento, que habré dejado algún verso perdurable. Le cuento a mi mujer que debo descuidarme menos, pero me conoce y hace bien en no creerme. Sabe que hay cosas en las que no soy de fiar. Trasnocho cuando puedo entre novelas de intriga y cine negro de la RKO. Escucho jazz de los cincuenta y blues del delta

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