4.7.22

185/365 Miles Davis


Miles está en pensando en Dios. A su manera, reza, aunque parece que esté descansando o incluso durmiendo. Quien habla solo hablará con Dios un día, escribió el poeta. A Miles se le puede oír hablar solo cada vez que se agarra a la trompeta. En directo era un punto huraño, uno de esos genios adscritos al desequilibrio, en continua gresca con el mundo. Yo, que soy un descreído en esos asuntos de Dios, pienso que Miles entraba en una especie de trance y entonces no era posible ser un tipo sociable y exhibir la sonrisa enorme que su colega Armstrong ponía en su cara gorda y simpática. A Miles, en cambio, se lo imagina uno creyente, devoto, dando gracias a las alturas por la gracia recibida y recitando pasajes de la Biblia en la intimidad, después de una jam session o en la cama, antes de conciliar el sueño. Todo muy cool, por supuesto. Un Dios cool y sincopado. Miles está pensando en Dios y le está contando que ha encontrado el equilibrio cósmico en un solo, en un pulcro acabado de la melodía que el azar o la inspiración o el talento le regalaron la noche de antes. Charlie Parker, enfebrecido de heroína, hablaba también con Dios y le explicaba el secreto centro del mundo, encontrado en el prodigio de una improvisación con los amiguetes de siempre, ya saben, Dizzy Gillespie Thelonius Monk. Debe ser estupendo creer en Dios así, acompañado de Dizzy y de Thelonius. Imagino también a John Coltrane con los ojos cerrados, acariciando con mimo exquisito su saxofón, pensando en el cosmos. Coltrane es una especie de Carl Sagan inculto, rociado de talento, convertido en un sacerdote del más allá en este acá tumultuoso, tóxico y lírico. Debe ser magnífico ver a Dios y luego poder traducir esa visión prístina en una pieza de jazz o en un verso o en un plato de spaghetti boloñesa. Por otro lado hay cientos de obras maestras por donde no está Dios por ningún lado. En algunas incluso hay un esfuerzo titánico por parte del autor por razonar su absoluta inexistencia. Que se lo cuenten a Buñuel. Imagino a Luís Buñuel en un rodaje, en su silla de director, echando una cabezadita, pensando en un plano, en un diálogo que no acaba de cuajar. Y llego a la conclusión de que los dos (mi Miles y mi Luís, porque ambas son de alguna forma una posesión personal) han contribuido a mi felicidad. Uno con Dios en bandeja y el otro con el mismo Dios en la tumba. Lo mató Nietzsche y lo han desenterrado unos pocos. Buñuel, al menos, con gracia y socarrona retranca aragonesa. Ninguno, tal vez, con ninguna deidad. El trabajo y la inspiración, son los dioses del arte. 

 El arte será mestizo o no será. Miles Davis llevaba tatuada esa frase en los pulmones. La apuró hasta que no le entró ni una sola brizna de aire. No dejó de mezclar texturas durante los más de cuarenta años en que mantuvo entre sus manos una trompeta. Lo de menos es que a esos mejunjes sónicos le llamaran cool, bebop, hardbop o jazz-fusión. Importa escasamente que las músicas tengan la etiqueta con la que las estabulamos. De hecho podríamos prescindir de las nomenclaturas. No saber nada más que el nombre de los músicos y el título que le pusieron a la pieza que tocan. Podríamos ir más allá y prescindir de eso incluso. Por eso a veces me gusta poner jazz en la radio.  Porque no sabes qué estás escuchando.  A Julio Cortázar o a Boris Vian (declarados amantes del jazz) no les hubiese importado recrear la vida huraña y austera de un melómano que únicamente escuchara discos de jazz de principio a fin. Uno a salvo de las inclemencias del tiempo o de los gobiernos, encapsulado acústicamente, privándose de las rutinas de los demás, misántropo selectivo, capaz de turbarse ante un solo de Michel Petrucciani, tocando So what, e insensible a un abrazo o al amor que una madre exhibe cuando besa a un hijo. Hitler amaba a Wagner y despreciaba al pueblo judío. Está el arte ahí, dispuesto a asistir en gozo al noble de corazón y al impío de alma, en igual medida. Por eso no imagino a nadie inclinado al mal escuchando jazz. Digamos que el jazz adiestra y predispone al corazón a que maniobre con bondad por donde pase. Que la sangre fluya limpia y no se malogre con los venenos habituales. Sí, reconozco que me ha salido un post moralmente generoso. Miles Davis podía ser, en la intimidad, un verdadero cabrón y, sin embargo, hacer temblar el cosmos cuando entraba en un estudio o subía a un escenario con Bill Evans, John Coltrane, Cannonball Adderley, Jimmy Cobb y Paul Chambers y grabar uno de los mejores discos de la historia de la música, Kind of blue. No se puede ser un cabrón integral pensando esa música, sintiéndola ir y venir por dentro, como un río de alegría. Pero ya digo, ando hoy inclinado a la inocencia. Me trepa el candor como una lagartija mística. Si tuviera que elegir una canción que borrase a todas las demás sería So what. Enfebrecido, cólericamente. Conforme escribo y la escucho, me declaro insolvente para escribir nada más. Habrá otro día. 


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